La inhumana ley de la eutanasia y sus consecuencias para la vida y la libertad
Colaboración Institucional
José Ramón Recuero Astray
Madrid, 20 de mayo de 2021
En el debate sobre la eutanasia aparentemente chocan dos principios incompatibles: el de respeto a la vida (no matar) y el de respeto a la libertad individual (matar a quien lo pide a causa de su sufrimiento). Quiero comenzar diciendo que yo amo profundamente tanto la vida como la libertad, y precisamente por eso rechazo la eutanasia. Este es un tema eminentemente humano que a todos nos afecta, y que nos lleva a reflexionar sobre la vida y la muerte.
El progreso ha hecho comprender a los hombres que toda vida humana es digna, y que por tanto nadie puede disponer de la de otra persona que matar está mal. Por eso todas las legislaciones del mundo han consagrado el derecho a la vida. No a la muerte, sólo a la vida, así lo establece la Constitución española en su artículo 15 diciendo que «todos tienen derecho a la vida». Es un derecho inviolable inherente a toda persona, que en palabras del Tribunal Constitucional supone que es obligación del Estado defender la vida humana. Lo que en concreto significa que el Estado tiene tanto el deber de respetar él mismo las vidas de sus ciudadanos, como el deber de protegerlas frente a los ataques homicidas de otros hombres, por eso el primer delito que castiga el código penal es el homicidio (STC 53/1985, 212/1996, 116/1999 y otras; y artículo 138 del Código Penal).
La Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, ha trastocado estos principios, como si pusiera el mundo al revés —igual que hizo Hume cuando inventó un país llamado Furli, en el que lo bueno nuestro allí era malo y viceversa—, pues ha transformado lo que era un delito en un derecho fundamental. Según esta ley a veces matar inocentes está bien y vivir mal. Pero no se queda ahí: es el Estado el que mata a los ciudadanos, ya que regula y organiza la forma en la que el médico puede terminar impunemente con la vida de su paciente. Es como Saturno devorando a sus hijos. Se trata de una ley similar, en muchos puntos idéntica, a la Ley de terminación de la vida a petición propia y auxilio al suicidio que lleva vigente unos 20 años en Holanda (se aprobó el 28 de noviembre de 2000 y se modificó el 1 de abril de 2002), por eso voy a tener presente el ejemplo holandés, pues si no cambiamos la tendencia en unos años estaremos como en ese país. Se ha tramitado de urgencia en un tiempo de pandemia en el que más habría que haberse dedicado a salvar vidas que a regular cómo eliminarlas. Sin debate y sin informes, pues a la iniciativa se le dio el carácter de proposición y no de proyecto de ley y de esta forma, y a pesar de ser ley orgánica y modificar el código penal, nadie ha sido oído, ni el Consejo de Estado, ni el Consejo General del Poder Judicial, ni el Comité de Bioética, ni la Organización Médica Colegial, nadie. Es una norma llena de conceptos jurídicos indeterminados, imprecisos, de eufemismos con los que pretende expresar con suavidad ideas cuya recta y franca expresión causarían rechazo a cualquier persona razonable. Yo aquí voy a intentar atenerme a los hechos, no a las palabras, pues como dijo Julieta a Romeo, ¿qué cosa es un simple nombre?, si llamásemos a una rosa con otra palabra su perfume sería el mismo.
El primer eufemismo es cómo denomina la ley a la acción que el médico realiza: habla repetidamente de «prestación de ayuda para morir», la cual tiene dos modalidades: la «administración directa al paciente de una sustancia», o «la prescripción o suministro al paciente de esta sustancia» (artículo 3 g). En román paladino y a la llana eso es matar al paciente o cooperar a su suicidio. Como en el Código Penal no caben rodeos ni eufemismos, cuando la ley de la eutanasia lo modifica sí habla claro y dice que no se pena a «quien causare o cooperare a la muerte de otra persona» (143.5 CP, introducido por la D. F. 1ª de la L. O. 3/2021). Aquí sí, aquí se habla de «causar la muerte», es decir, realizar un homicidio eutanásico.
Los homicidios regulados, aprobados, supervisados y pagados por el Estado, son considerados por la ley como una prestación sanitaria a la que todos tienen derecho. En su Exposición de Motivos y en sus artículos 1 y 4 la Ley Orgánica 3/2021 introduce un nuevo derecho a recibir la prestación de ayuda para morir, es decir, un «derecho a morir». Y además lo configura como un derecho fundamental, por eso se le ha dado el carácter de ley orgánica, como si desarrollara un derecho fundamental (81 CE), y por eso se dispone que los recursos contencioso administrativos que se interpongan se tramitan por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (L. O. 3/2021 D. A. 5ª y LJCA arts. 114 y ss.). Siendo vida y muerte realidades opuestas y por naturaleza excluyentes, y regulando la Constitución un derecho a la vida (artículo 15), es imposible que haya un derecho a la muerte. Cada uno es libre de querer morir, incluso de suicidarse, pero de ahí no puede nacer un derecho subjetivo frente a los demás para reclamarles ser matado. El Tribunal Constitucional ha señalado claramente que no hay un derecho subjetivo a morir. Lo ha hecho en varias sentencias relativas a la alimentación de presos contra su voluntad, en las que ha dicho que disponer de la propia muerte es una manifestación del agere licere (del hacer libre), pero «no un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público…, ni mucho menos un derecho subjetivo de carácter fundamental» (STC 120/1990, de 27 de junio, R. A. 443/1990, F. J. 7º). En este mismo sentido se han pronunciado el Tribunal de Derechos Humanos (por ejemplo, en el caso Diane Pretty) y el Consejo de Europa (Recomendación 1418). Y menos aún cabe hablar de un derecho fundamental, en esto la ley roza claramente la inconstitucionalidad. El procedimiento para este tipo de derechos establecido en la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa es el previsto en el art. 53.2 de la Constitución, según dice la propia jurisdiccional (art. 114). Y tal artículo 53.2 se refiere únicamente a la tutela de los derechos del artículo 14 y de la sección primera del capítulo segundo de la Constitución, entre los que no hay un derecho a la muerte o a la eutanasia. A estos efectos la Exposición de Motivos de la L. O. 3/2021 cita unos preceptos constitucionales que o están fuera de este ámbito, o nada tienen que ver con la cuestión.
También es una tergiversación de los hechos considerar la eutanasia como una prestación sanitaria como hace la ley, que la incluye en la cartera común de los servicios del Sistema Nacional de la Salud y dice que será de financiación pública (art. 13). Por mucho que esta norma hable de un «proceso asistencial» y se refiera a dos «médicos», el responsable y el consultor, que actúan sobre un «paciente», la eutanasia no es un acto médico. La misión de la medicina es aliviar el dolor y salvar vidas, y como acaba de decir la Asociación de Bioética y Ética Médica (escrito de 18 de marzo de 2021), provocar la muerte o ayudar al suicidio no son actos relacionados con la salud de los pacientes. Al contrario, son acciones opuestas a la deontología y a la lex artis de los médicos, cosa que está dicha y repetida desde Hipócrates, con su famoso juramento, hasta la Asociación Médica Mundial, pasando por el Código de Ética y Deontología Médica de España (artículo 28.1) y la propia Ley de Autonomía del Paciente (artículo 11.3, que considera no aplicables las instrucciones previas contrarias a la lex artis de la medicina). Pedir a un médico que mate es como pedir a un abogado que actúe atacando a su cliente, no defendiéndolo. Es una perversión de la medicina, por eso alguno ha dicho que si los políticos quieren la eutanasia, que la apliquen ellos.
No obstante, la ley establece unas Comisiones de Garantía y Evaluación, una en cada Comunidad Autónoma, que con característica de órgano administrativo autoriza (o no) la eutanasia, y una vez realizada verifica que se ha hecho (o no) correctamente (arts. 10, 17 y 18 b). Se compone de un mínimo de siete miembros, entre ellos médicos, enfermeros y juristas, los demás no se especifican en la ley. Lo que es claro es que actúa como dios: dispone de vidas y muertes, a mí me recuerda los Consejos que en Esparta hacían lo mismo. Una vez autorizado, el médico mata al paciente o le ayuda a suicidarse. La ley holandesa establece que el médico debe matar al paciente «con el máximo cuidado y esmero profesionales posibles», así lo expresa literalmente (art. 2.1.f). Es decir, le pide que mate bien, utilizando las sustancias y venenos prescritos por la Real Sociedad Neerlandesa para el Avance de la Farmacia (KNMP), según establece la llamada Norma euthanatica neerlandesa. En este punto la ley española sigue casi textualmente a la holandesa, pues dispone en su artículo 11 que la prestación, es decir, el homicidio, «debe hacerse con el máximo cuidado y profesionalidad». Y para conseguir tal «calidad asistencial» se aplicarán un «manual de buenas prácticas» (previsto en la D. A. 6ª) y unos protocolos (artículo 11.1) que establecen el funcionamiento técnico de la eutanasia: productos, dosis, etcétera. La cual puede realizarse en un centro sanitario, público, privado o concertado, o en el propio domicilio del que va a morir (art. 14). Después la Comisión competente verifica si lo hizo bien y elabora un «informe anual de evaluación» de aplicación de la eutanasia (art. 18 e). Y con los datos de todas las Comunidades el Ministerio de Sanidad elabora cada año un «informe anual» que es hecho público (D. A. 3ª). Igual sucede en Holanda. Pero la ley española tiene una diferencia con la holandesa: mientras que esta califica la muerte como «no natural», la nuestra pretende de nuevo engañarnos con el lenguaje, y establece que en la eutanasia la muerte «tendrá la consideración legal de muerte natural» (D. A. 1ª). Lo cual es claramente mentira, falso, se ha tratado de una muerte provocada intencionalmente por otro hombre adelantando el «cuando» natural de forma no natural. Aquí la llamada «prestación» ha consistido en realizar un homicidio o bien cooperar a un suicidio.
Voy a referirme ahora a los dos motivos que se alegan para defender la eutanasia, haciendo referencia a la manera en que se han interpretado y aplicado en Holanda. Los recoge a su comienzo la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 3/2021, y son estos: por una parte la libertad y la voluntad de la persona que quiere morir; y por otra la finalidad de evitar el sufrimiento. Cuando se dan ambas circunstancias nuestra ley entiende que existe lo que llama «contexto eutanásico».
¿Es correcto matar a quien quiere morir y lo pide? Ya dije que aparentemente chocan aquí dos principios incompatibles: el de respeto a toda vida y el de respeto a la libertad individual. Pero no es así. Yo opino que rechazar la eutanasia es precisamente defender la libertad. Tanto la de quien pide que le maten, como la del médico.
En primer lugar, la libertad no puede existir sin ley moral, una ley como la que establece: «no mates». Esto no es una contradicción, Kant ha explicado muy bien que libertad y ley moral son como dos caras de una moneda, la una no puede existir sin la otra, por eso para él no matar es un imperativo categórico incondicionado. Dejar esa regla moral al arbitrio de cualquier persona es suprimir la libertad. Es libre, sí, pero su autonomía es total respecto a la voluntad, no con relación a los juicios sobre bien y mal.
No hay contradicción entre principios, en segundo lugar, porque rechazar la eutanasia es proteger la libertad de los más débiles e indefensos, ya que establecerla es practicar ensañamiento psicológico sobre ellos, coaccionándoles. Se les envía un claro mensaje de muerte, subliminalmente se les está diciendo que son una carga inútil para la sociedad, sobran, y se les ofrece un final rápido y sin dolor. Con lo que los defensores de la libertad y la autonomía crean un arma de fuerte coacción social, lo reflejó muy bien un informe que personas de diferentes criterios morales hicieron para el Estado de Nueva York (Albany, mayo 1994), y también otro del Comité de Ética Médica de la Cámara de los Lores inglesa (de 31 de enero de 1994). En estos casos puede darse lo que el sociólogo positivista y socialista Durkheim ha llamado un «suicidio anómico», que es el causado por un fallo o dislocación de valores sociales que lleva a una desorientación individual y a un sentimiento de falta de significación en la vida. Ello puede ser consecuencia sin duda de la presión, real o imaginaria, que la sociedad ejerce sobre la libertad de personas vulnerables y desfavorecidas a las que, aunque sea indirectamente, se les alienta a solicitar la muerte. Está claro que un enfermo terminal es una persona débil, en muchos casos se ha llegado a dudar de hasta que punto es realmente libre, y con la eutanasia no sólo se les coacciona, además se interrumpe el curso natural de su muerte. A partir del modelo elaborado en Norteamérica por Kubler–Ross, la mayoría de los psicólogos entienden que cuando se diagnostica una enfermedad terminal la persona entra en un proceso que tiene cuatro fases: primero, rechazo; después, autocompasión; a la que sigue otra de rebelión con depresión; y finalmente la fase de aceptación en la que se pone en paz y se prepara para morir bien. Durante la de depresión habrá quienes pidan la muerte aceptando el mensaje que se les da, y así se les habrá privado de la última fase de aceptación, tan importante para tener una muerte buena y digna.
La ley española quiere garantizar la voluntariedad, y exige dos solicitudes en un intervalo de 15 días (artículos 5 y 8). Pero con independencia de que este plazo se puede acortar por el médico, y que en algunos casos esa solicitud puede firmarla otra persona, o puede incluso no estar escrita (artículos 5 y 6), volvemos al ejemplo vivo que tenemos ahí, el de Holanda: es un hecho que se acaba matando a quien no lo ha pedido. Abierta la caja de Pandora la vida ya no tiene valor en sí misma, respetarla es una cuestión de grado (hasta donde puede respetarse), no de esencia (toda vida es un bien a proteger), y el homicidio eutanásico tiende a multiplicarse a modo de una «pendiente resbaladiza» por la que la vida va cayendo. El homicidio eutanásico a petición conduce inevitablemente al no pedido, y el practicado por acción se amplia al de omisión. En Holanda se ha comprobado el exacto cumplimiento de esta tendencia expansiva: en muchos de casos se ha matado al paciente sin su consentimiento, lo constató el informe Remelink y lo recogen las cifras oficiales del Ministerio de Sanidad: ancianos seniles, enfermos terminales, pacientes con alzheimer o con depresión, y niños enfermos o con malformaciones, pues la eutanasia neonatal o eugenésica es allí un hecho desde el protocolo de Groningen que la admitió para menores de 12 años, incluidos neonatos, hasta el punto de que actualmente hay allí una llamada «Comisión central de expertos sobre la terminación de la vida de recién nacidos». En España el aborto eugenésico por anomalías o enfermedades del no nacido puede practicarse hasta el parto, incluso durante este: ¿qué impedirá que se mate a ese niño cuando ya ha nacido, igual que sucede en Holanda? Además de todo esto, la ley española contempla el supuesto que llama «situación de incapacidad de hecho», en el que el paciente carece de entendimiento y voluntad (artículo 3 h). En este caso se prescinde de su petición y se acude únicamente a sus instrucciones previas. Pero hay que considerar que si no tiene un representante es el propio médico quien solicita la eutanasia y resuelve sobre ella, y ello tras interpretar un documento que en más de una ocasión puede ser confuso, como ya ha sucedido, o que se refiere a circunstancias distintas, como también ha sucedido (artículo 5.2).
Por otra parte, la eutanasia ataca la libertad del médico y de otros profesionales sanitarios que no estén de acuerdo con ella. La libertad de cada uno acaba donde empieza la de otros, y está claro que esta ley coacciona a los médicos a los que se pide acciones contrarias a su conciencia. La conciencia es un conocimiento interior del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar, y si creemos que matar está mal, legalmente el Estado está obligado a respetar nuestra conciencia. Es un ámbito de libertad que protegen los artículos 15 y 16 de la Constitución, que garantizan la integridad moral y la libertad ideológica del médico —una integridad y una libertad que sí se contemplan para el que pide morir—. La ley de eutanasia regula el derecho a la objeción de conciencia en su artículo 16, pero lo concede sólo a los sanitarios «directamente implicados» en la práctica de la eutanasia. Otros que tienen que colaborar con los que directamente practican la eutanasia también tienen conciencia, que a más de uno les llevará a no querer participar en un homicidio. Nadie debe ser obligado a actuar contra su conciencia, por eso la objeción debería reconocerse para todos, para el que directamente mata y para todos los que pueden tener algo que ver con este acto. Por ejemplo, en Indiana los tribunales admitieron la objeción de una enfermera que se negó a preparar el instrumental con el que se iba a realizar un aborto (caso Tramm contra Porter). En España tanto el Tribunal Constitucional (STC 53/1985, F. J. 14) como el Tribunal Supremo (casaciones 948, 949, 905 y 1013 de 2008) han declarado que el derecho a la objeción de conciencia también puede ser reconocido por los tribunales, ya que es autónomo por formar parte del contenido esencial del derecho a la libertad ideológica del artículo 16.1 de la Constitución. De manera que pienso que todos los implicados de una u otra forma en la eutanasia, aunque lo sean indirectamente, podrían objetar pidiendo el reconocimiento de su situación jurídica individualizada como dice la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa (artículo 31.2). La ley española exige que se objete «individualmente», lo cual impide a una institución ser defensora de la vida y se opone a la Resolución del Consejo de Europa de 7 de octubre de 2010, que lógicamente dice que «ninguna institución, hospital o persona puede ser sometido a presiones, condenado responsable o sufrir discriminación por rechazo a realizar, acoger o asistir a un acto de eutanasia». Y como colofón, la ley de eutanasia de 2021 establece que la objeción de conciencia debe «manifestarse anticipadamente y por escrito», escrito que se inscribirá en un registro de objetores que llevará cada Comunidad Autónoma (artículo 16). La ley protege la intimidad y la confidencialidad del que va a morir y del que lo mata, pero no de quien no quiere participar en ello. ¿Por qué? No tiene sentido. Lo lógico es que fuese al contrario, deberían ser los profesionales que están dispuestos a practicar la eutanasia quienes lo indicaran así, y se registrasen, sin obligar a los no dispuestos a retratarse mediante un escrito que después está en manos de la Comunidad Autónoma.
Por último, la eutanasia coacciona también la libertad de muchos ciudadanos, me atrevo a decir millones, a los que se nos obliga a pagar con nuestros impuestos algo que va contra nuestras más íntimas convicciones. Y que no nos es ajeno, pues afecta a nuestros sentimientos ante lo que se hace con inocentes y disminuye nuestra confianza en un sistema sanitario que dispone de vidas y muertes. De manera que, por todo ello, y considerando que la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás, la voluntad de quien quiere morir no justifica la eutanasia.
El otro motivo que se alega para defender la eutanasia es de evitar el sufrimiento. La ley holandesa alude a un «sufrimiento insoportable y sin esperanza de mejora» (art. 2.1.b), y la española, en esta línea se refiere a «un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable», causado bien por no poder valerse por sí mismo, bien por enfermedad grave e incurable (art. 3, b y c). Son conceptos jurídicos indeterminados que incluyen dolor físico, moral y vital, y que remiten a quien lo padece. ¿Es correcto matar a quien sufre para que así deje de sufrir? La calidad de vida también es un concepto subjetivo, como el dolor, pero si por calidad de vida entendemos una vida sin dolor ni sufrimiento, lo que parece razonable pedir a la sociedad y al Estado es aliviar el dolor y si es posible suprimirlo totalmente, no eliminar a quien lo padece.
En primer lugar porque los enfermos e incapaces pueden estarlo física o psíquicamente, pero nunca en su intrínseca dignidad como hombres, por eso la compasión bien entendida nos lleva a acogerlos y ayudarles como personas necesitadas que son. Y la obligación que tiene el Estado de defender toda vida y no atacarla se refuerza especialmente en este caso, como se desprende del artículo 49 de la Constitución, que obliga a los poderes públicos a tratarlos debidamente y a garantizar el disfrute del derecho a la vida. Incluso la Ley de dependencia 34/2006 consagra «el derecho de las personas que no se pueden valer por sí mismas a ser atendidas por el Estado». En segundo lugar, la verdadera compasión ante el sufrimiento y el dolor nos lleva a intentar aliviarlo y suprimirlo con instrumentos que para ello tenemos, que son los cuidados paliativos. Eso es lo verdaderamente humano: acompañar al enfermo que sufre y, en la medida de lo posible, intentar eliminar su sufrimiento, no a él mismo. Aplicando incluso medidas paliativas del dolor que eventualmente pueden adelantar el cuando de la muerte, su momento, en estos casos no hay eutanasia, pues no se quiere matar sino ayudar al que lo necesita, se aplica el principio del doble efecto. Y, en tercer lugar, el sufrimiento también se elimina no retrasando artificialmente el momento de la muerte. No hay que dejar sufrir alargando la vida a toda costa y por cualquier medio de forma artificial. Cuando se usan medios desproporcionados o extraordinarios que lo único que hacen es producir sufrimientos innecesarios sin beneficiar al enfermo hay ensañamiento terapéutico, también llamado obstinación médica, que es contraria a la buena praxis médica.
Volviendo al ejemplo holandés, que vaticina lo que aquí pasará, el requisito del «sufrimiento insoportable» ha sido interpretado generosamente y ha sido claramente rebasado. Se aplica la eutanasia a personas con dolores físicos insoportables, después a personas con sufrimientos psíquicos, y finalmente a quienes no tienen ni uno ni otro sino que simplemente desean morir. Es un hecho que en Holanda la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente y el propio Gobierno están propiciando practicar el homicidio eutanásico a cualquier anciano que lo pida, incluso se propone que los cansados de vivir puedan adquirir libremente una píldora del suicidio, igual que se adquiere la píldora del día después. Y se promueven clínicas para el final de la vida, especializadas en practicar bien los homicidios eutanásicos. El progresivo aumento de la eutanasia en Holanda se comprueba leyendo los informes anuales consolidados que el Ministerio de Sanidad publica, están en internet: partiendo de la base de que no siempre los médicos comunican la eutanasia, en un país de unos 17 millones de habitantes oficialmente se ha pasado de 486 homicidios o suicidios asistidos en el año 1990 a 6938 en el año 2020, hasta el punto de que representa ya aproximadamente un 4,5% de las causas de muerte. Cada año la cifra va aumentando. Pero la cosa no acaba ahí: según las propias cifras oficiales del Ministerio todos los años hay varios casos en los que las Comisiones comprueban que el médico ha matado al paciente sin cumplir los requisitos establecidos. Se trata de auténticos asesinatos alevosos, a lo sumo de homicidios imprudentes, que las Comisiones Regionales notifican a la Fiscalía, normalmente sin consecuencias ni responsabilidad a causa del contexto en el que se producen. Es muy peligroso que unos hombres jueguen a ser dios, decidiendo sobre vidas y muertes ajenas. La ley española encarga a las Comisiones de Garantía y Evaluación verificar en dos meses si la eutanasia se ha realizado de acuerdo con los procedimientos previstos en la ley (art. 18 b), pero nada establece para el caso de que el homicidio no se haya practicado correctamente, por ejemplo, sin seguir los protocolos, equivocando patologías, interpretando mal instrucciones previas, etcétera. El Código Penal modificado por la ley exime de responsabilidad al médico que cause la muerte «cumpliendo lo establecido en la ley orgánica reguladora de la eutanasia» (D. F. 1ª L. O. 3/2021 y art. 143.5 del C. P.). ¿Qué sucede si la Comisión comprueba que no ha sido así? Se ha matado mal a un inocente, ¿quién responderá? ¿El médico responsable o quienes votaron a favor de la ley? Se comprueba que jugar a ser dios es muy peligroso.
En definitiva, como creo en la vida y en la libertad rechazo que el Estado se dedique a matar a sus ciudadanos. Pienso que hay muchas personas mal informadas sobre lo que supone la eutanasia, incluso engañadas, y que hay que hablar claro sobre la conjuración de los sanos y fuertes para acabar con los débiles e inocentes, utilizando además el Estado y sus leyes. Ante el engaño colectivo no se puede callar. Se trata de humanizar la enfermedad y la muerte, explicando que un enfermo o un incapaz no son vida degenerante o sin valor, son una vida humana digna que sufre, y que por tanto merece amor, respeto y ayuda. En esto resumió Kant su doctrina ética: en amar y respetar a todo hombre y en ayudarle «sin huir de la salas de enfermos», llegó a escribir literalmente (Metafísica de las costumbres, «Doctrina ética elemental», 34). Ayudándoles a bien morir tendrán una muerte natural y a su tiempo, digna. Pues, ¿qué es realmente una muerte digna? Desde luego ser matado por otro no lo es. María Dolores Vila-Coro recoge en su libro La bioética en la encrucijada (p. 213) una encuesta en la que la gran mayoría contestó de una forma con la que yo estoy de acuerdo. Según ella, esto es morir con dignidad: «Morir rodeado de cariño y apoyo de los seres queridos, eliminando en lo posible los dolores y sufrimientos; de muerte natural, a su tiempo, sin manipulaciones médicas innecesarias; con serenidad, aceptando la muerte; con asistencia médica conveniente, y con apoyo espiritual según las propias creencias». Tenemos muchos ejemplos admirables. Así murió el emperador Augusto, de muerte natural y rápida a modo de sueño dulce y tranquilo, lo cuenta Suetonio (Vida de doce césares, II). El cual, por cierto, es el primero que denomina a este tipo de muerte «eutanasia», escribiéndolo en griego, pues este era el antiguo sentido de esta palabra que significa buena muerte. Los españoles tenemos un ejemplo muerte buena y digna, muy bien contado, en el último capítulo de Don Quijote de la Mancha. En él Cervantes escribe como, puesto ya un pie en el estribo, Alonso Quijano, que se tenia por católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo, murió sosegadamente, atendido por su médico después de haber confesado y hecho testamento. Pues había pedido un confesor y un escribano alegando que «en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma». A los tres días dio su espíritu, es decir, murió. Cervantes dice que había «muerto naturalmente», de muerte natural; y añade que hallándose el escribano presente dio fe de que había muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano.