La inhumana ley de la eutanasia y sus consecuencias para la vida y la libertad

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La inhumana ley de la eutanasia y sus consecuencias para la vida y la libertad

Colaboración Institucional

José Ramón Recuero Astray

Madrid, 20 de mayo de 2021

 

En el debate sobre la eutanasia aparentemente chocan dos principios incompatibles: el de respeto a la vida (no matar) y el de respeto a la libertad individual (matar a quien lo pide a causa de su sufrimiento). Quiero comenzar diciendo que yo amo profundamente tanto la vida como la libertad, y precisamente por eso rechazo la eutanasia. Este es un tema eminentemente humano que a todos nos afecta, y que nos lleva a reflexionar sobre la vida y la muerte.

 

El progreso ha hecho comprender a los hombres que toda vida humana es digna, y que por tanto nadie puede disponer de la de otra persona que matar está mal. Por eso todas las legislaciones del mundo han consagrado el derecho a la vida. No a la muerte, sólo a la vida, así lo establece la Constitución española en su artículo 15 diciendo que «todos tienen derecho a la vida». Es un derecho inviolable inherente a toda persona, que en palabras del Tribunal Constitucional supone que es obligación del Estado defender la vida humana. Lo que en concreto significa que el Estado tiene tanto el deber de respetar él mismo las vidas de sus ciudadanos, como el deber de protegerlas frente a los ataques homicidas de otros hombres, por eso el primer delito que castiga el código penal es el homicidio (STC 53/1985, 212/1996, 116/1999 y otras; y artículo 138 del Código Penal).

La Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, ha trastocado estos principios, como si pusiera el mundo al revés —igual que hizo Hume cuando inventó un país llamado Furli, en el que lo bueno nuestro allí era malo y viceversa—, pues ha transformado lo que era un delito en un derecho fundamental. Según esta ley a veces matar inocentes está bien y vivir mal. Pero no se queda ahí: es el Estado el que mata a los ciudadanos, ya que regula y organiza la forma en la que el médico puede terminar impunemente con la vida de su paciente. Es como Saturno devorando a sus hijos. Se trata de una ley similar, en muchos puntos idéntica, a la Ley de terminación de la vida a petición propia y auxilio al suicidio que lleva vigente unos 20 años en Holanda (se aprobó el 28 de noviembre de 2000 y se modificó el 1 de abril de 2002), por eso voy a tener presente el ejemplo holandés, pues si no cambiamos la tendencia en unos años estaremos como en ese país. Se ha tramitado de urgencia en un tiempo de pandemia en el que más habría que haberse dedicado a salvar vidas que a regular cómo eliminarlas. Sin debate y sin informes, pues a la iniciativa se le dio el carácter de proposición y no de proyecto de ley y de esta forma, y a pesar de ser ley orgánica y modificar el código penal, nadie ha sido oído, ni el Consejo de Estado, ni el Consejo General del Poder Judicial, ni el Comité de Bioética, ni la Organización Médica Colegial, nadie. Es una norma llena de conceptos jurídicos indeterminados, imprecisos, de eufemismos con los que pretende expresar con suavidad ideas cuya recta y franca expresión causarían rechazo a cualquier persona razonable. Yo aquí voy a intentar atenerme a los hechos, no a las palabras, pues como dijo Julieta a Romeo, ¿qué cosa es un simple nombre?, si llamásemos a una rosa con otra palabra su perfume sería el mismo.

 

El primer eufemismo es cómo denomina la ley a la acción que el médico realiza: habla repetidamente de «prestación de ayuda para morir», la cual tiene dos modalidades: la «administración directa al paciente de una sustancia», o «la prescripción o suministro al paciente de esta sustancia» (artículo 3 g). En román paladino y a la llana eso es matar al paciente o cooperar a su suicidio. Como en el Código Penal no caben rodeos ni eufemismos, cuando la ley de la eutanasia lo modifica sí habla claro y dice que no se pena a «quien causare o cooperare a la muerte de otra persona» (143.5 CP, introducido por la D. F. 1ª de la L. O. 3/2021). Aquí sí, aquí se habla de «causar la muerte», es decir, realizar un homicidio eutanásico.

 

Los homicidios regulados, aprobados, supervisados y pagados por el Estado, son considerados por la ley como una prestación sanitaria a la que todos tienen derecho. En su Exposición de Motivos y en sus artículos 1 y 4 la Ley Orgánica 3/2021 introduce un nuevo derecho a recibir la prestación de ayuda para morir, es decir, un «derecho a morir». Y además lo configura como un derecho fundamental, por eso se le ha dado el carácter de ley orgánica, como si desarrollara un derecho fundamental (81 CE), y por eso se dispone que los recursos contencioso administrativos que se interpongan se tramitan por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (L. O. 3/2021 D. A. 5ª y LJCA arts. 114 y ss.). Siendo vida y muerte realidades opuestas y por naturaleza excluyentes, y regulando la Constitución un derecho a la vida (artículo 15), es imposible que haya un derecho a la muerte. Cada uno es libre de querer morir, incluso de suicidarse, pero de ahí no puede nacer un derecho subjetivo frente a los demás para reclamarles ser matado. El Tribunal Constitucional ha señalado claramente que no hay un derecho subjetivo a morir. Lo ha hecho en varias sentencias relativas a la alimentación de presos contra su voluntad, en las que ha dicho que disponer de la propia muerte es una manifestación del agere licere (del hacer libre), pero «no un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público…, ni mucho menos un derecho subjetivo de carácter fundamental» (STC 120/1990, de 27 de junio, R. A. 443/1990, F. J. 7º). En este mismo sentido se han pronunciado el Tribunal de Derechos Humanos (por ejemplo, en el caso Diane Pretty) y el Consejo de Europa (Recomendación 1418). Y menos aún cabe hablar de un derecho fundamental, en esto la ley roza claramente la inconstitucionalidad. El procedimiento para este tipo de derechos establecido en la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa es el previsto en el art. 53.2 de la Constitución, según dice la propia jurisdiccional (art. 114). Y tal artículo 53.2 se refiere únicamente a la tutela de los derechos del artículo 14 y de la sección primera del capítulo segundo de la Constitución, entre los que no hay un derecho a la muerte o a la eutanasia. A estos efectos la Exposición de Motivos de la L. O. 3/2021 cita unos preceptos constitucionales que o están fuera de este ámbito, o nada tienen que ver con la cuestión.

 

También es una tergiversación de los hechos considerar la eutanasia como una prestación sanitaria como hace la ley, que la incluye en la cartera común de los servicios del Sistema Nacional de la Salud y dice que será de financiación pública (art. 13). Por mucho que esta norma hable de un «proceso asistencial» y se refiera a dos «médicos», el responsable y el consultor, que actúan sobre un «paciente», la eutanasia no es un acto médico. La misión de la medicina es aliviar el dolor y salvar vidas, y como acaba de decir la Asociación de Bioética y Ética Médica (escrito de 18 de marzo de 2021), provocar la muerte o ayudar al suicidio no son actos relacionados con la salud de los pacientes. Al contrario, son acciones opuestas a la deontología y a la lex artis de los médicos, cosa que está dicha y repetida desde Hipócrates, con su famoso juramento, hasta la Asociación Médica Mundial, pasando por el Código de Ética y Deontología Médica de España (artículo 28.1) y la propia Ley de Autonomía del Paciente (artículo 11.3, que considera no aplicables las instrucciones previas contrarias a la lex artis de la medicina). Pedir a un médico que mate es como pedir a un abogado que actúe atacando a su cliente, no defendiéndolo. Es una perversión de la medicina, por eso alguno ha dicho que si los políticos quieren la eutanasia, que la apliquen ellos.

 

No obstante, la ley establece unas Comisiones de Garantía y Evaluación, una en cada Comunidad Autónoma, que con característica de órgano administrativo autoriza (o no) la eutanasia, y una vez realizada verifica que se ha hecho (o no) correctamente (arts. 10, 17 y 18 b). Se compone de un mínimo de siete miembros, entre ellos médicos, enfermeros y juristas, los demás no se especifican en la ley. Lo que es claro es que actúa como dios: dispone de vidas y muertes, a mí me recuerda los Consejos que en Esparta hacían lo mismo. Una vez autorizado, el médico mata al paciente o le ayuda a suicidarse. La ley holandesa establece que el médico debe matar al paciente «con el máximo cuidado y esmero profesionales posibles», así lo expresa literalmente (art. 2.1.f). Es decir, le pide que mate bien, utilizando las sustancias y venenos prescritos por la Real Sociedad Neerlandesa para el Avance de la Farmacia (KNMP), según establece la llamada Norma euthanatica neerlandesa. En este punto la ley española sigue casi textualmente a la holandesa, pues dispone en su artículo 11 que la prestación, es decir, el homicidio, «debe hacerse con el máximo cuidado y profesionalidad». Y para conseguir tal «calidad asistencial» se aplicarán un «manual de buenas prácticas» (previsto en la D. A. 6ª) y unos protocolos (artículo 11.1) que establecen el funcionamiento técnico de la eutanasia: productos, dosis, etcétera. La cual puede realizarse en un centro sanitario, público, privado o concertado, o en el propio domicilio del que va a morir (art. 14). Después la Comisión competente verifica si lo hizo bien y elabora un «informe anual de evaluación» de aplicación de la eutanasia (art. 18 e). Y con los datos de todas las Comunidades el Ministerio de Sanidad elabora cada año un «informe anual» que es hecho público (D. A. 3ª). Igual sucede en Holanda. Pero la ley española tiene una diferencia con la holandesa: mientras que esta califica la muerte como «no natural», la nuestra pretende de nuevo engañarnos con el lenguaje, y establece que en la eutanasia la muerte «tendrá la consideración legal de muerte natural» (D. A. 1ª). Lo cual es claramente mentira, falso, se ha tratado de una muerte provocada intencionalmente por otro hombre adelantando el «cuando» natural de forma no natural. Aquí la llamada «prestación» ha consistido en realizar un homicidio o bien cooperar a un suicidio.

 

Voy a referirme ahora a los dos motivos que se alegan para defender la eutanasia, haciendo referencia a la manera en que se han interpretado y aplicado en Holanda. Los recoge a su comienzo la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 3/2021, y son estos: por una parte la libertad y la voluntad de la persona que quiere morir; y por otra la finalidad de evitar el sufrimiento. Cuando se dan ambas circunstancias nuestra ley entiende que existe lo que llama «contexto eutanásico».

 

¿Es correcto matar a quien quiere morir y lo pide? Ya dije que aparentemente chocan aquí dos principios incompatibles: el de respeto a toda vida y el de respeto a la libertad individual. Pero no es así. Yo opino que rechazar la eutanasia es precisamente defender la libertad. Tanto la de quien pide que le maten, como la del médico.

 

En primer lugar, la libertad no puede existir sin ley moral, una ley como la que establece: «no mates». Esto no es una contradicción, Kant ha explicado muy bien que libertad y ley moral son como dos caras de una moneda, la una no puede existir sin la otra, por eso para él no matar es un imperativo categórico incondicionado. Dejar esa regla moral al arbitrio de cualquier persona es suprimir la libertad. Es libre, sí, pero su autonomía es total respecto a la voluntad, no con relación a los juicios sobre bien y mal.

 

No hay contradicción entre principios, en segundo lugar, porque rechazar la eutanasia es proteger la libertad de los más débiles e indefensos, ya que establecerla es practicar ensañamiento psicológico sobre ellos, coaccionándoles. Se les envía un claro mensaje de muerte, subliminalmente se les está diciendo que son una carga inútil para la sociedad, sobran, y se les ofrece un final rápido y sin dolor. Con lo que los defensores de la libertad y la autonomía crean un arma de fuerte coacción social, lo reflejó muy bien un informe  que personas de diferentes criterios morales hicieron para el Estado de Nueva York (Albany, mayo 1994), y también otro del Comité de Ética Médica de la Cámara de los Lores inglesa (de 31 de enero de 1994). En estos casos puede darse lo que el sociólogo positivista y socialista Durkheim ha llamado un «suicidio anómico», que es el causado por un fallo o dislocación de valores sociales que lleva a una desorientación individual y a un sentimiento de falta de significación en la vida. Ello puede ser consecuencia sin duda de la presión, real o imaginaria, que la sociedad ejerce sobre la libertad de personas vulnerables y desfavorecidas a las que, aunque sea indirectamente, se les alienta a solicitar la muerte. Está claro que un enfermo terminal es una persona débil, en muchos casos se ha llegado a dudar de hasta que punto es realmente libre, y con la eutanasia no sólo se les coacciona, además se interrumpe el curso natural de su muerte. A partir del modelo elaborado en Norteamérica por Kubler–Ross, la mayoría de los psicólogos entienden que cuando se diagnostica una enfermedad terminal la persona entra en un proceso que tiene cuatro fases: primero, rechazo; después, autocompasión; a la que sigue otra de rebelión con depresión; y finalmente la fase de aceptación en la que se pone en paz y se prepara para morir bien. Durante la de depresión habrá quienes pidan la muerte aceptando el mensaje que se les da, y así se les habrá privado de la última fase de aceptación, tan importante para tener una muerte buena y digna.

 

La ley española quiere garantizar la voluntariedad, y exige dos solicitudes en un intervalo de 15 días (artículos 5 y 8). Pero con independencia de que este plazo se puede acortar por el médico, y que en algunos casos esa solicitud puede firmarla otra persona, o puede incluso no estar escrita (artículos 5 y 6), volvemos al ejemplo vivo que tenemos ahí, el de Holanda: es un hecho que se acaba matando a quien no lo ha pedido. Abierta la caja de Pandora la vida ya no tiene valor en sí misma, respetarla es una cuestión de grado (hasta donde puede respetarse), no de esencia (toda vida es un  bien a proteger), y el homicidio eutanásico tiende a multiplicarse a modo de una «pendiente resbaladiza» por la que la vida va cayendo. El homicidio eutanásico a petición conduce inevitablemente al no pedido, y el practicado por acción se amplia al de omisión. En Holanda se ha comprobado el exacto cumplimiento de esta tendencia expansiva: en muchos de casos se ha matado al paciente sin su consentimiento, lo constató el informe Remelink y lo recogen las cifras oficiales del Ministerio de Sanidad: ancianos seniles, enfermos terminales, pacientes con alzheimer o con depresión, y niños enfermos o con malformaciones, pues la eutanasia neonatal o eugenésica es allí un hecho desde el protocolo de Groningen que la admitió para menores de 12 años, incluidos neonatos, hasta el punto de que actualmente hay allí una llamada «Comisión central de expertos sobre la terminación de la vida de recién nacidos». En España el aborto eugenésico por anomalías o enfermedades del no nacido puede practicarse hasta el parto, incluso durante este: ¿qué impedirá que se mate a ese niño cuando ya ha nacido, igual que sucede en Holanda? Además de todo esto, la ley española contempla el supuesto que llama «situación de incapacidad de hecho», en el que el paciente carece de entendimiento y voluntad (artículo 3 h). En este caso se prescinde de su petición y se acude únicamente a sus instrucciones previas. Pero hay que considerar que si no tiene un representante es el propio médico quien solicita la eutanasia y resuelve sobre ella, y ello tras interpretar un documento que en más de una ocasión puede ser confuso, como ya ha sucedido, o que se refiere a circunstancias distintas, como también ha sucedido (artículo 5.2).

 

Por otra parte, la eutanasia ataca la libertad del médico y de otros profesionales sanitarios que no estén de acuerdo con ella. La libertad de cada uno acaba donde empieza la de otros, y está claro que esta ley coacciona a los médicos a los que se pide acciones contrarias a su conciencia. La conciencia es un conocimiento interior del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar, y si creemos que matar está mal, legalmente el Estado está obligado a respetar nuestra conciencia. Es un ámbito de libertad que protegen los artículos 15 y 16 de la Constitución, que garantizan la integridad moral y la libertad ideológica del médico —una integridad y una libertad que sí se contemplan para el que pide morir—. La ley de eutanasia regula el derecho a la objeción de conciencia en su artículo 16, pero lo concede sólo a los sanitarios «directamente implicados» en la práctica de la eutanasia. Otros que tienen que colaborar con los que directamente practican la eutanasia también tienen conciencia, que a más de uno les llevará a no querer participar en un homicidio. Nadie debe ser obligado a actuar contra su conciencia, por eso la objeción debería reconocerse para todos, para el que directamente mata y para todos los que pueden tener algo que ver con este acto. Por ejemplo, en Indiana los tribunales admitieron la objeción de una enfermera que se negó a preparar el instrumental con el que se iba a realizar un aborto (caso Tramm contra Porter). En España tanto el Tribunal Constitucional (STC 53/1985, F. J. 14) como el Tribunal Supremo (casaciones 948, 949, 905 y 1013 de 2008) han declarado que el derecho a la objeción de conciencia también puede ser reconocido por los tribunales, ya que es autónomo por formar parte del contenido esencial del derecho a la libertad ideológica del artículo 16.1 de la Constitución. De manera que pienso que todos los implicados de una u otra forma en la eutanasia, aunque lo sean indirectamente, podrían objetar pidiendo el reconocimiento de su situación jurídica individualizada como dice la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa (artículo 31.2). La ley española exige que se objete «individualmente», lo cual impide a una institución ser defensora de la vida y se opone a la Resolución del Consejo de Europa de 7 de octubre de 2010, que lógicamente dice que «ninguna institución, hospital o persona puede ser sometido a presiones, condenado responsable o sufrir discriminación por rechazo a realizar, acoger o asistir a un acto de eutanasia». Y como colofón, la ley de eutanasia de 2021 establece que la objeción de conciencia debe «manifestarse anticipadamente y por escrito», escrito que se inscribirá en un registro de objetores  que llevará cada Comunidad Autónoma (artículo 16). La ley protege la intimidad y la confidencialidad del que va a morir y del que lo mata, pero no de quien no quiere participar en ello. ¿Por qué? No tiene sentido. Lo lógico es que fuese al contrario, deberían ser los profesionales que están dispuestos a practicar la eutanasia quienes lo indicaran así, y se registrasen, sin obligar a los no dispuestos a retratarse mediante un escrito que después está en manos de la Comunidad Autónoma.

 

Por último, la eutanasia coacciona también la libertad de muchos ciudadanos, me atrevo a decir millones, a los que se nos obliga a pagar con nuestros impuestos algo que va contra nuestras más íntimas convicciones. Y que no nos es ajeno, pues afecta a nuestros sentimientos ante lo que se hace con inocentes y disminuye nuestra confianza en un sistema sanitario que dispone de vidas y muertes. De manera que, por todo ello, y considerando que la libertad de uno acaba donde empieza la de los demás, la voluntad de quien quiere morir no justifica la eutanasia.

 

El otro motivo que se alega para defender la eutanasia es de evitar el sufrimiento. La ley holandesa alude a un «sufrimiento insoportable y sin esperanza de mejora» (art. 2.1.b), y la española, en esta línea se refiere a «un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable», causado bien por no poder valerse por sí mismo, bien por enfermedad grave e incurable (art. 3, b y c). Son conceptos jurídicos indeterminados que incluyen dolor físico, moral y vital, y que remiten a quien lo padece. ¿Es correcto matar a quien sufre para que así deje de sufrir? La calidad de vida también es un concepto subjetivo, como el dolor, pero si por calidad de vida entendemos una vida sin dolor ni sufrimiento, lo que parece razonable pedir a la sociedad y al Estado es aliviar el dolor y si es posible suprimirlo totalmente, no eliminar a quien lo padece.

 

En primer lugar porque los enfermos e incapaces pueden estarlo física o psíquicamente, pero nunca en su intrínseca dignidad como hombres, por eso la compasión bien entendida nos lleva a acogerlos y ayudarles como personas necesitadas que son. Y la obligación que tiene el Estado de defender toda vida y no atacarla se refuerza especialmente en este caso, como se desprende del artículo 49 de la Constitución, que obliga a los poderes públicos a tratarlos debidamente y a garantizar el disfrute del derecho a la vida. Incluso la Ley de dependencia 34/2006 consagra «el derecho de las personas que no se pueden valer por sí mismas a ser atendidas por el Estado». En segundo lugar, la verdadera compasión ante el sufrimiento y el dolor nos lleva a intentar aliviarlo y suprimirlo con instrumentos que para ello tenemos, que son los cuidados paliativos. Eso es lo verdaderamente humano: acompañar al enfermo que sufre y, en la medida de lo posible, intentar eliminar su sufrimiento, no a él mismo. Aplicando incluso medidas paliativas del dolor que eventualmente pueden adelantar el cuando de la muerte, su momento, en estos casos no hay eutanasia, pues no se quiere matar sino ayudar al que lo necesita, se aplica el principio del doble efecto. Y, en tercer lugar, el sufrimiento también se elimina no retrasando artificialmente el momento de la muerte. No hay que dejar sufrir alargando la vida a toda costa y por cualquier medio de forma artificial. Cuando se usan medios desproporcionados o extraordinarios que lo único que hacen es producir sufrimientos innecesarios sin beneficiar al enfermo hay ensañamiento terapéutico, también llamado obstinación médica, que es contraria a la buena praxis médica.

 

Volviendo al ejemplo holandés, que vaticina lo que aquí pasará, el requisito del «sufrimiento insoportable» ha sido interpretado generosamente y ha sido claramente rebasado. Se aplica la eutanasia a personas con dolores físicos insoportables, después a personas con sufrimientos psíquicos, y finalmente a quienes no tienen ni uno ni otro sino que simplemente desean morir. Es un hecho que en Holanda la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente y el propio Gobierno están propiciando practicar el homicidio eutanásico a cualquier anciano que lo pida, incluso se propone que los cansados de vivir puedan adquirir libremente una píldora del suicidio, igual que se adquiere la píldora del día después. Y se promueven clínicas para el final de la vida, especializadas en practicar bien los homicidios eutanásicos. El progresivo aumento de la eutanasia en Holanda se comprueba leyendo los informes anuales consolidados que el Ministerio de Sanidad publica, están en internet: partiendo de la base de que no siempre los médicos comunican la eutanasia, en un país de unos 17 millones de habitantes oficialmente se ha pasado de 486 homicidios o suicidios asistidos en el año 1990 a 6938 en el año 2020, hasta el punto de que representa ya aproximadamente un 4,5% de las causas de muerte. Cada año la cifra va aumentando. Pero la cosa no acaba ahí: según las propias cifras oficiales del Ministerio todos los años hay varios casos en los que las Comisiones comprueban que el médico ha matado al paciente sin cumplir los requisitos establecidos. Se trata de auténticos asesinatos alevosos, a lo sumo de homicidios imprudentes, que las Comisiones Regionales notifican a la Fiscalía, normalmente sin consecuencias ni responsabilidad a causa del contexto en el que se producen. Es muy peligroso que unos hombres jueguen a ser dios, decidiendo sobre vidas y muertes ajenas. La ley española encarga a las Comisiones de Garantía y Evaluación verificar en dos meses si la eutanasia se ha realizado de acuerdo con los procedimientos previstos en la ley (art. 18 b), pero nada establece para el caso de que el homicidio no se haya practicado correctamente, por ejemplo, sin seguir los protocolos, equivocando patologías, interpretando mal instrucciones previas, etcétera. El Código Penal modificado por la ley exime de responsabilidad al médico que cause la muerte «cumpliendo lo establecido en la ley orgánica reguladora de la eutanasia» (D. F. 1ª L. O. 3/2021 y art. 143.5 del C. P.). ¿Qué sucede si la Comisión comprueba que no ha sido así? Se ha matado mal a un inocente, ¿quién responderá? ¿El médico responsable o quienes votaron a favor de la ley? Se comprueba que jugar a ser dios es muy peligroso.

 

En definitiva, como creo en la vida y en la libertad rechazo que el Estado se dedique a matar a sus ciudadanos. Pienso que hay muchas personas mal informadas sobre lo que supone la eutanasia, incluso engañadas, y que hay que hablar claro sobre la conjuración de los sanos y fuertes para acabar con los débiles e inocentes, utilizando además el Estado y sus leyes. Ante el engaño colectivo no se puede callar. Se trata de humanizar la enfermedad y la muerte, explicando que un enfermo o un incapaz no son vida degenerante o sin valor, son una vida humana digna que sufre, y que por tanto merece amor, respeto y ayuda. En esto resumió Kant su doctrina ética: en amar y respetar a todo hombre y en ayudarle «sin huir de la salas de enfermos», llegó a escribir literalmente (Metafísica de las costumbres, «Doctrina ética elemental», 34). Ayudándoles a bien morir tendrán una muerte natural y a su tiempo, digna. Pues, ¿qué es realmente una muerte digna? Desde luego ser matado por otro no lo es. María Dolores Vila-Coro recoge en su libro La bioética en la encrucijada (p. 213) una encuesta en la que la gran mayoría contestó de una forma con la que yo estoy de acuerdo. Según ella, esto es morir con dignidad: «Morir rodeado de cariño y apoyo de los seres queridos, eliminando en lo posible los dolores y sufrimientos; de muerte natural, a su tiempo, sin manipulaciones médicas innecesarias; con serenidad, aceptando la muerte; con asistencia médica conveniente, y con apoyo espiritual según las propias creencias». Tenemos muchos ejemplos admirables. Así murió el emperador Augusto, de muerte natural y rápida a modo de sueño dulce y tranquilo, lo cuenta Suetonio (Vida de doce césares, II). El cual, por cierto, es el primero que denomina a este tipo de muerte «eutanasia», escribiéndolo en griego, pues este era el antiguo sentido de esta palabra que significa buena muerte. Los españoles tenemos un ejemplo muerte buena y digna, muy bien contado, en el último capítulo de Don Quijote de la Mancha. En él Cervantes escribe como, puesto ya un pie en el estribo, Alonso Quijano, que se tenia por católico cristiano y amigo de hacer el bien a todo el mundo, murió sosegadamente, atendido por su médico después de haber confesado y hecho testamento. Pues había pedido un confesor y un escribano alegando que «en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma». A los tres días dio su espíritu, es decir, murió. Cervantes dice que había «muerto naturalmente», de muerte natural; y añade que hallándose el escribano presente dio fe de que había muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano.

 

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Efectos de la Leyenda Negra en la Intrahistoria particular de los españoles

Por Carlos Baltés

No nos referimos ahora a la Grande Historia de la Nación Española en su conjunto ni a los efectos que la denominada Leyenda Negra produce sobre nuestra historia nacional, nuestro papel en el mundo y nuestra propia reputación. Como tampoco en la consideración externa de nuestra cultura y nuestra ciencia, de nuestro arte y nuestras costumbres, sino que nos referiremos exclusivamente a los efectos directos    sobre las personas, sobre los españoles como individuos, tiene la mencionada leyenda a través de la visión que, sobre su idiosincrasia, su valía, su imagen, sus posibilidades personales, sus defectos y virtudes, tienen en el Exterior. En definitiva, de todo aquello que constituye su intrahistoria personal. En efecto, el término intrahistoria según la Real Academia Española es una voz introducida por Miguel de Unamuno para referirse a la vida individual, que se constituye en un sumando que, agregado a otros, dará lugar a la historia más visible, a la grande historia. Distinguía este pensador la Historia oficial y los titulares de prensa por un lado, y la Intrahistoria por otro, de forma que esta última estaba constituida por todo aquello que, ocurriendo realmente, no llegaban a publicar los periódicos. Son, pues, los avatares particulares de nuestros nacionales los que señalaremos aquí estableciendo las limitaciones y dificultades actuales que, a nuestro juicio, se pueden encontrar los españoles -ellos y ellas-, derivadas de la existencia de la leyenda negra sobre España en el mundo globalizado de hoy. 

          Empecemos por las denominaciones –tan importantes- a modo de ejemplo general. Iberoamérica no es considerada por los organismos internacionales como pertenecientes al llamado “Mundo Occidental”, de forma que los países hispanoaméricanos no forman parte de “Occidente”, y me consta que en el Real Instituto Elcano, el importante think tanknacional, les duele esta asignación impropia, pero tienen que convivir con esta nomenclatura internacional en sus estudios y en la relación con sus colegas extranjeros. Esta situación concreta es una muestra más de los efectos de la leyenda negra sobre lo español en general. Y precisamente porque existe una interrelación entre la gran historia y la intrahistoria individual se expulsa a todo lo hispánico de su lugar natural. De esta manera los naturales de estos países pierden su verdadero nombre y su origen. Son conocidos generalmente como latinoamericanos y además no forman parte del Occidente. De forma que su realidad queda desvirtuada. No olvidemos que nombrar es fundamental.          Acerquémonos a estas cuestiones paulatinamente. Las tres naves españolas que llegaron a las Indias -así nombró oficialmente la Administración española a las tierras descubiertas- al frente de Cristóbal Colón y los dos Hermanos Pinzón no recibieron el nombre de éstos como merecidamente se lo habían ganado. Obsérvese el relato final de esta exploración heroica y transcendental. Al Continente descubierto se le llama América, gracias al viajero italiano Américo Vespuccio, que visitó el Nuevo Mundo por primera vez en 1499, acompañando al gran Alonso de Ojeda, que partió de Cádiz con sus naves. Vespuccio narró sus viajes con los españoles con amenidad y su obra se tradujo a diferentes idiomas europeos dándole una gran popularidad, de forma que el cosmógrafo alemán Martin Waldseemüller denominó “América”, en el mapamundi que acompañaba a una obra suya, al continente descubierto por Colón, y así quedó todo consumado. No se denominó al nuevo continente ni “Nueva España” por la nación descubridora, ni “Colombia” -sólo el actual país de este nombre le hizo el honor- por el navegante jefe de la expedición. ¡No, se le llamó América! Y para siempre.

          Sigamos con los efectos negrolegendarios sobre las personas. A veces, en determinadas exposiciones contemporáneas sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo no se dice: Cuando los españoles descubrieron América…, por ejemplo, sino “cuando los europeos llegaron a las costas americanas…”; no hay precisión cuando no se quiere. De igual forma, se celebra el 12 de Octubre de cada año(1) en Nueva York el “Columbus Day” en recuerdo del Descubrimiento. “Naturalmente” es una fiesta… ¡italiana!, no podía ser de otra manera. La palabra “español/a” está proscrita en muchos lugares; por ejemplo, los términos “Hispanoamérica” o “Iberoamérica” están sustituidos, en España y fuera de España, por “Latinoamérica”, como ya se ha señalado, y allí ni se habla latín, ni todos son descendientes de latinos. La voz “hispano”, ¡qué extraño!, sí ha quedado vigente sólo para denominar a los pobres “espaldas mojadas” que reptan miserablemente por las orillas del Río Grande en busca del sueño americano… Por el contrario, cuando se ponen de moda determinados ritmos musicales, y todo el mundo los baila, se les denominan en los medios de comunicación internacionales como ritmos latinos. En fin, es la oscura tinta del calamar que oculta lo que quiere.

           Es evidente que la posición geográfica que ocupa España exige una política de defensa y seguridad autónomas, pues se encuentra situada en medio de intereses internacionales geoestratégicos muy importantes que exigen un poder de disuasión suficiente que garantice una seguridad nacional autónoma. Así lo pensaron los dirigentes políticos del pasado siglo, de forma que a mediados de los años 60 se llevaron a cabo las acciones necesarias para la posesión del arma nuclear. A través del “Proyecto Islero” se encauzó esta política, que ya en 1973 estaba muy avanzada. Por entonces presidía el gobierno de España el almirante Carrero, quien recibió en una visita a Henry Kissinger, secretario de estado de los Estados Unidos. A lo largo de la conversación se comentó por parte de Carrero la idea que tenía el gobierno español de poseer el arma nuclear dadas las circunstancias de aquella época, y le manifestó al Sr. Kissinger que este proyecto protegería al pueblo español y haría de España un país más importante. La contestación de Kissinger fue taxativa: “Es que España cuando ha sido importante ha sido muy peligrosa”. Cabe mayor evidencia de lo que es un efecto negrolegendario. La frase de Kissinger es muy relevante, negando al presidente español de entonces un derecho de defensa autónomo y suficiente para España. Posteriormente a esta conversación Henry Kissinger partió de España, Carrero fue asesinado, el “Proyecto Islero” fue enterrado, y más tarde, en 1987, España firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear.          

          El idioma español es casi la única lengua que distingue dos acepciones muy diferentes de la palabra “Ilusión”. Una primera acepción de esta palabra según la Real Academia Española, es: “un estado feliz y esperanzado del ánimo para acometer una determinada acción”, y, alternativamente, presenta otra acepción: “un engaño de los sentidos que lleva a una visión falsa o irreal de las cosas”. Pues bien, con la segunda de las acepciones hemos vivido y tenemos que vivir los españoles merced a los efectos negrolegendarios. La leyenda negra ha tratado de convencernos de que la Conquista y Civilización de América fue sólo… una ilusión según la segunda acepción. Pero hay más ilusiones de este tipo. Por ejemplo, la Historia y la Cultura españolas es algo que raramente se pueden compartir con extranjeros de nuestra propia tradición occidental. España y los españoles apenas existen para ellos; se comprueba que no es que desconozcan nuestra entera realidad, es que existe una absoluta ignorancia de lo español, y si hablan de ello en alguna rara ocasión lo muestran desvirtuado e irreconocible. No saben nada, ni del presente ni del grandioso pasado en el cual nuestro país fue rector de la Historia. Fue el primer Imperio Universal. Para ellos, culturalmente, el Egipcio Faraónico, un espacio pequeño y desaparecido hace más de dos mil años, se encuentra más presente en nuestro mundo que España, que fue un imperio hegemónico en el orbe hace poco más de doscientos años. Y si se habla de imperios, se mencionan el de Alejandro Magno, con su excursión asiática que duró apenas tres lustros, y por supuesto, también se habla largo y tendido del imperio romano y con razón. También se mencionan habitualmente otros imperios como el persa, el de Attila, el de Genghis Khan, y el imperio Otomano, pero tras ellos se pasa directamente al imperio británico, saltándose más de 300 años, que en su mentalidad aparecen libres de imperios. Sí, los efectos de la leyenda negra nos hacen sufrir una “ilusión”, según la segunda acepción, sobre nuestra historia a cada uno de los españoles al hablar con extranjeros, al leer sus periódicos y libros, al ver sus reportajes y documentales televisivos sobre temas diversos en donde lo español está cegado. Somos una nación sin reflejo en la historia a la vista del conocimiento que muestran muchos extranjeros sobre ella, y cuando aparece reflejada, lo hace sobre un espejo que muestra unas imágenes tan distorsionadas y esperpénticas que nos dejan perplejos.

          El panorama español según lo presentan muchos medios de comunicación foráneos es tan parcial y desinformado que es preferible evitar su lectura o visión para no alcanzar grandes dosis de estupor e indignación.          También el cine, ese importante medio de influencia social que el mundo anglosajón domina como nadie, y que le permite reescribir positivamente sus propias historias a su gusto e interés particular, y que, a veces, aprovechan para reescribir la española según el estereotipo establecido siguiendo el canon que han impuesto. Y decimos a veces, porque lo normal para el caso español es el velado sistemático cuando no la distorsión. Piensen cuántas ocasiones aparecen cinematográficamente los imperios asiáticos que hemos mencionado antes y, además, distinguiéndoles con papeles protagonistas épicos y hasta con cierto respeto estético. Por el contrario, no verán ustedes nunca un episodio sobre el Imperio Español con la grandeza propia del imperio más longevo de la historia después de Imperio Romano, pero mucho más grande. A lo sumo verán aparecer un supuesto y desconocido “virrey” bastante moreno y con el cabello acaracolado. Otro ejemplo sintomático: Hace muchos años –era yo muy jovencito- vi una película de John Huston, La Reina de África, con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn. En ella Bogart mencionaba tangencialmente a España como “ese pequeño país”; me quedé perplejo al oír aquel comentario, no lo entendía, ¿cómo podía calificar así a España? Pasado el tiempo lo entendí perfectamente. 

          Y es que el cine, el llamado Séptimo Arte es, además, una industria y, sobre todo a nuestros efectos, uno de los poderes blandos más efectivos de un país.  El cine, pues, es un potente creador de imágenes positivas y de prestigio de la nación que lo produce. Quién posee una gran industria cinematográfica gana dinero con ella y, además, influye en la opinión social internacional, exporta ideología y modelos de vida, señala cánones, mueve voluntades, prestigia o desprestigia a voluntad, marca tendencias, reescribe el pasado, explica y puntualiza el presente y hasta establece el futuro. Es el cine una poderosa máquina de propaganda y de fijar la Verdad, es decir, su verdad. Pues bien, el cine autóctono no ha prestado en España ningún servicio contra la leyenda negra española, al contrario muchas veces ha ido a favor de ella. Bien es verdad que nuestro cine se ha encontrado con una  historia nacional de enormes proporciones y pletórica de épica, y, como es conocido,  cuando no se sabe manejar la grandeza queda siempre el recurso del frío plato del “costumbrismo”. Sin embargo, nuestro país ha tenido que sufrir el desprestigio que el cine foráneo se ha encargado de imponer sobre nosotros; eso sí, las pocas veces que ha rozado un tema español. Por otro lado, ese cine internacional  ha contratado escasas veces a actores españoles –fuera de coproducciones o de rodajes realizados en España- y siempre para personajes carentes de verdadero carácter y sin lucimiento ninguno. Comentaré que en la famosa película “Desayuno con diamantes” aparece un apuesto actor español, José Luis de Vilallonga; pues bien, lo convierten en un millonario brasileño, y en los títulos de crédito le quitan su nombre propio y aparece simplemente como Vilallonga. Todo muy sutil, pero efectivo: ¡Nunca nada español! Si no existieran los efectos negrolegendarios, las actrices y los actores españoles serían contratados como tales e indudablemente serían mejor pagados porque tendrían acceso a mejores papeles y ganarían más premios y reconocimientos.

        Si nos fijamos en el mundo de la literatura, se observan igualmente los efectos negrolegendarios, pues poseyendo el segundo idioma más hablado del mundo -un idioma “supercentral” hoy, y que fue el idioma “hipercentral” en el pasado, según las clasificaciones técnicas sobre las lenguas del mundo- y la más elevada literatura de la historia, no se reconocen a los grandes autores del pasado y casi ni se les nombra. Ahí tenemos el caso del recientemente fallecido crítico estadounidense, emigrado de Rusia y de origen judío, Harold Bloom, el hacedor de cánones, que solventa a Cervantes con dos páginas y le dedica 36 a Hemingway. Evidentemente, si los escritores españoles contemporáneos tuvieran debidamente reconocida la estirpe literaria de la que proceden tendrían mayor mercado y se les prestarían más atención.          En el mundo del arte ocurre algo parecido. Además de Velázquez, Murillo, Goya y Picasso hay todo un mundo del máximo interés que debe ser reconocido, pues no en vano España posee el segundo patrimonio histórico-artístico del mundo, sólo superado por Italia. Pero los efectos negrolegendarios están también presentes para desconocer y velar ese patrimonio magnífico. Ahí aparece también Kenneth Clark, un británico, que en su historia de la civilización y del espíritu europeo, presentada en libro y en televisión, desconoce absolutamente el nombre de España; exactamente ni la nombra. ¡Y ese libro se vende en nuestro país!

         Dentro del mundo del arte y de la historia existe un verdadero paradigma de lo que es un efecto negrolegendario sobre España y todo lo español. Les hablaré de tres estudiantes que coincidieron en la Universidad de Alcalá de Henares durante los primeros años de la década de 1560. Ellos eran Don Carlos, hijo y heredero del rey Felipe II, su tío Don Juan de Austria y su primo Don Alejandro Farnesio. Los tres alegres estudiantes de Alcalá estaban destinados por su cuna a dirigir un imperio. Pero no todos alcanzaron la gloria a la que estaban destinados. Don Carlos, a través de una vida de excesos y sinrazón, vio como llegaba la muerte en plena juventud en el caluroso verano de 1568. Los otros dos jóvenes sí cumplieron sus destinos previsibles. Don Juan conoció “la más alta ocasión que vieron los siglos” como almirante general de las Escuadras de la Liga Santa que alcanzaron la victoria en la Batalla de Lepanto contra la marina otomama, y asimismo fue general de los Tercios y gobernador de Flandes, de forma que la muerte le alcanzó después de la gloria, en 1578. Por último, su sobrino, Don Alejandro, duque de Parma, también siguió el camino de Don Juan de Austria tanto en Lepanto como en la Gobernación de los Países Bajos españoles, convirtiéndose en el estratega político y militar más importante de su tiempo. Murió el duque de Parma en 1592 envuelto en la admiración de sus ejércitos, rendidos ante su genio militar y su bravura personal en el combate, lo que le llevó a recibir el apelativo del “Rayo de la Guerra”. 

          En definitiva, dos vidas gloriosas para los dos últimos y un triste destino vital para el primero. Sin embargo, Don Carlos, el hijo de Felipe II, se encuentra mucho más presente en nuestro tiempo a nivel mundial que los otros dos héroes de la guerra y el honor. ¿Cómo ha sido esto posible? Pues gracias a la inspiración artística de Verdi, con su ópera “Don Carlos”, y de Schiller, con su drama de igual nombre. Eso sí, el italiano y el alemán tuvieron que establecer el argumento y el desarrollo de la vida de Don Carlos, que le harían inmortal, mojando su pluma en la turbia atmósfera sofocante y desvirtuada de la leyenda negra española.          Es conocido el hecho que los reconocimientos internacionales en las “ciencias duras”, si bien sobre una base indiscutible de méritos constatados y contrastados suficientemente, dependen en última instancia de decisiones subjetivas. ¿Por qué se quedaron en el pasado a las puertas del Nobel científicos españoles como Blas Cabrera, Pío de Río-Hortega, Arturo Duperier, Jaime Ferrán, José Gómez Ocaña o Augusto Pi i Sunyer? ¿O qué pasará con Manuel Arellano que lleva ya dos nominaciones al Nobel de Economía entre los años 2018 y 2019? Esperemos, por su bien, que los efectos negrolegendarios que están presentes en el inconsciente colectivo de más allá de los Pirineos, queden por una vez desactivados. Pero, ¿Y el caso de Cajal al concedérsele el Nobel? Aquello fue un caso extraordinario en todos los sentidos, porque Cajal sigue siendo el científico más citado en las revistas más prestigiosas después de Einstein, y tras llevar muerto casi noventa años.

Dejemos las “ciencias duras” y vayamos a los “poderes blandos” de un país entre los cuales destacan los grandes deportes de competición. El mundo del deporte, siendo un acontecimiento de gran importancia sociológica y política en nuestro tiempo, forma parte también de la “intrahistoria” de los que lo viven profesionalmente y en la de los que lo siguen con pasión. También aquí juega la leyenda negra cuando puede. Cierto es que cuando el triunfo se alcanza través de un cómputo cuantitativo, el resultado es indiscutible. ¡Y ahí, a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga! Pero cuando lo cuantitativo no juega sino que son las apreciaciones cualitativas -y por tanto subjetivas- las que imperan, las puertas de los galardones se cierran para los españoles. Un ejemplo. El futbol español ha reinado absolutamente durante una década. Ha ganado todas las más importantes competiciones del mundo tanto en Selecciones Nacionales como en Clubes. Pues bien, ¿cuántos premios individuales “Balón de Oro” o “Bota de Oro” ha ganado? ¡Ninguno! Y es que en estos galardones es la decisión subjetiva de los otorgantes de los premios la que impera. Así de claro es y teniendo jugadores, además, de la calidad de Andrés Iniesta, Xavi Hernández o Sergio Ramos, entre otros. 

          Y es que en las vidas personales se advierte que la igualdad de oportunidades que debe darse, los méritos exigidos para el acceso a puestos de trabajo o para alcanzar determinados papeles en nuestro mundo globalizado, los españoles necesitan ofrecer un siempre “plus” para ganar, triunfar o alcanzar el prestigio que no necesitan mostrar otros nacionales del mundo occidental. Ese “plus” es el peaje que hay que pagar por el sambenito de que España y los españoles actuales somos los herederos de un país anómalo y pintoresco dentro de Europa; aunque tan grande y tan glorioso en el pasado  -añadiré yo- que despertó la envidia y la ira de los que querían disputarle su hegemonía. Por ello sus enemigos desvirtuaron la realidad española y la sembraron a través de la propaganda de mentiras y calumnias que siempre quedan. Esa atmósfera errónea y mal intencionada caló en las mentes de sus nacionales y fue traspasándose poco a poco de los panfletos y los libelos hasta a los libros de historia y también a la sociología popular. Pero el mayor mal es que esa carga pesada y falsa fue asumida por una gran parte de los españoles que equivocadamente la hicieron suya. Bien. Esta es la cuestión que subrepticiamente empapa y ciega la vida de los españoles, aunque haya algunos que la niegan o no la ven. En cualquier caso sería bueno terminar de una vez con este estado de cosas. No podemos seguir pagando billete de primera para ir en tercera, como dice Roca Barea. Y esto es lo ocurre cada día en la vida de los españoles en general y de forma particular en aquellas profesiones y actividades relacionadas con el exterior como es el caso de los jueces, artistas, científicos, deportistas, funcionarios, empresarios y simples viajeros. También en la propia España se padece la herencia negrolegendaria, dónde se observan ciertos aires de superioridad y abusos inaceptables por parte de algunos turistas que nos visitan. El método para acabar con esta situación está inventado ya, y consiste en desarrollar y dar un mayor conocimiento y difusión de los denominados “Poderes Blandos” de España; aquellos que promueven un incremento del prestigio y la reputación de nuestro país, es decir: la Cultura, la Historia verdadera, el Arte, el Pensamiento y el Conocimiento científico desarrollado a lo largo de los siglos, y también el mundo del Deporte, que tanto predicamento tiene en el mundo de hoy como hemos señalado antes. A su vez es preciso estructurar ese mensaje a través de las técnicas propias de nuestro tiempo, de forma que la acción contra los efectos negrolegendarios sea verdaderamente eficaz. Para ello se precisa patriotismo, inteligencia, voluntad y persistencia en la acción. De manera que, junto a las acciones públicas y la labor académica general, sean los propios españoles individualmente los que tomen conciencia de un problema que tanto les atañe, aunque no lo crean y, cambiando de actitud, se enfrenten a él. Los españoles de hoy deben querer volver a ser importantes en el mundo. Y ese querer es el principio imprescindible para derribar a leyenda negra. El prestigio colectivo de éxitos continuados en el presente ahogaría por fin a la terrible Hidra de Lerna moderna que ha limitado y perjudicado la vida de todos los españoles. 

          Una de las últimas manifestaciones antiespañolas -especialmente desarrolladas por periódicos y analistas internacionales, mayoritariamente anglosajones- nos situaban entre los “PIGS” por nuestra pobre economía y vida estabular sin empuje. Sin embargo, no nos miraron siempre así y es importante recordarlo aquí. Pondré algunos ejemplos; el primero, en el tiempo en que se estaba gestando la leyenda negra, y los siguientes cuando España ya había perdido el Imperio y transcurría por el camino de la irrelevancia:

  El cortesano y escritor francés Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, decía de los españoles en el siglo XVI: “Considerad, si os place, con quiénes fueron a equipararse (con los legionarios romanos) (sic)…Por las palabras de este soldado, vemos cómo los soldados españoles se han atribuido siempre la gloria de ser los mejores entre todas las naciones. Y, por cierto, no les falta base para tal opinión y confianza, porque a sus palabras les han acompañado los hechos. Pues son ellos los que en los últimos cien o ciento veinte años han conquistado, por su valor y su virtud, las Indias Occidentales y Orientales, que forman un mundo completo. Ellos que…” Y sigue Brantôme mostrando el ánimo y entereza de los españoles a lo largo del ancho mundo.

  El filósofo alemán, Arthur Schopenhauer nos ofrece otro ejemplo en el siglo XIX, cuando dice de los españoles: “Por eso son tan raras, y quizás no se encuentren más que entre los españoles (o a lo más entre los ingleses) las personas que no pierden la cabeza ni aun en las circunstancias más favorables para producir excitación. Estas personas analizan impertérritos el asunto, y mientras otros se hallarían fuera de sí, ellas formulan con mucho sosiego alguna pregunta nueva acerca del caso de que se trata.”

  El escritor americano Washington Irving, a mediados del siglo XIX, en su libro sobre el descubrimiento y la conquista de América describe así a los españoles: “Las extraordinarias obras y aventuras de estos hombres, además de rivalizar con las hazañas recogidas en las novelas de caballería, poseen el interés añadido de veracidad. Nos dejan admirados por la valentía y las cualidades heroicas inherentes en el carácter español que llevaron a esa nación a un punto tan elevado de poder y gloria”.

-El filósofo e historiador francés Hippolyte Taine escribe sobre los españoles en el siglo XIX: Hubo –dice Taine- un momento extraño y superior en la especie humana. De 1500 a 1700, España es acaso el país más interesante de la Tierra. -El último ejemplo procede de un inglés, el gran músico y musicólogo Philip Pickett, quien hablando hace pocos años de la música antigua española, señaló: “Siempre he sentido una gran atracción por esta música, que para mí es un perfecto reflejo de este pueblo. Tiene pasión, emoción, color, y es al mismo tiempo una música de gran sensibilidad, aristocrática. En ella encontramos a Don Quijote y Sancho Panza, el carácter fuerte de los españoles. No hay más que ver su pintura, su poesía, su arquitectura, su diseño actual, … y lo mismo ocurre con la música.” ¡Atendamos exclusivamente a lo que ha dicho Pickett sobre España, olvidando su vida particular! 

          He recogido estos ejemplos que muestran una positiva visión foránea sobre lo español, confirmando cómo la antigua grandeza de España no podría explicarse si no hubiese habido detrás un carácter nacional solvente, tenaz y reflexivo. También se resalta con ello, que lo que advirtieron algunos no quisieron reconocerlo ni admitirlo muchos. De esa negación a admitir la verdad nació la Leyenda Negra española.

¿Hacia una Cataluña independiente?

Nueva colaboración de los miembros del Aula

Desde mi tierra en el Sur de España contemplo la paradoja que representa compatibilizar en Cataluña la satisfacción de dos derechos: el derecho a la salud y el derecho a depositar el voto el 14 de febrero. Observo esa paradoja en un territorio donde algunos proclaman que estas elecciones son el segundo intento para abrir el camino hacia la independencia. Todo ello se fundamenta en el ejercicio de la libertad, en el libre albedrío que todo ser humano tiene para expresar sus deseos, opiniones y sentimentos.

Desde esta sureña atalaya desconozco si en verdad el votante catalán sabe lo que le conviene bajo el supuesto liberal de que el cliente siempre lleva la razón. A la hora de votar se duda sobre si el votante piensa o siente; esto es, si deposita el voto, impulsado por sentimientos, o si lo hace racionalmente.

Mucho me temo que, a pesar del poder moderador de esta pandemia y el estímulo para que se emita el voto por correo, la mayoría de los votos depositados hayan entrado por la ranura de la urna, inducidos por deseos y sentimientos y no desde un verdadero razonamiento. En estas elecciones han abundado los sentimientos, el misterioso libre albedrío desde la igualdad en derechos.

Quienes en primer lugar han aflorado sus sentimientos son los candidatos y dirigentes políticos, condenados por sedición, presentes en la campaña. Han voceado lo que les ha dictado su corazón; jamás han pronunciado palabras de razón. Justamente tanta confianza en el corazón está llevando a Cataluña hacia una trampa mortal.

Esta campaña, no multitudinaria por razón de la pandemia, ha sido borrasca de indignación contra España, de miedo y remordimiento en algunos votantes, de odio y avaricia en otros.

No se puede evitar depositar el voto por mandato sentimental; el peligro reside cuando se deposita el voto no según dictado del corazón sino por la manipulación de los mensajes políticos o de las indicaciones de la televisión oficial de Cataluña. 

Entonces, el teórico y libre albedrío se convierte en ciego seguimiento de lo que proponen los medios de comunicación a través de la propaganda, dirigida con precisión, y la publicidad manipuladora de emociones. 

Y estas elecciones se han celebrado, curiosamente, en el marco de una enfermedad global y de un miedo planetario al resurgimiento de los nacionalismos. Sólo votó el 53 por ciento del censo electoral cuando en 2017 la votacion superó el umbral el 75 por ciento del censo.

En la tramoya y trasfondo de estas elecciones se ha desplegado no un nacionalismo benigno sino un ultranacionalismo con derivaciones muy contradictorias que están conduciendo al supremacismo y a creer que Cataluña es suprema, a la que se le debe total lealtad y desde esa lealtad olvidar las obligaciones pendientes y futuras con España( La Generalidad debe al tesoro español más de 62,000 millones de euros ). 

Este supremacismo puede conducir,  otra vez, a violentos enfrentamientos. 

Los supremacistas catalanes creen que su nuevo Estado les va a proporcionar inauditos niveles de seguridad y prosperidad, que no tendrán que asumir deudas y que les proveerá de la mejor educación posible y del mejor sistema sanitario que acabará con la pandemia.

Si Cataluña se independizara, levantaría un castillo defensivo a la par que un pasillo para baleares y valencianos, que se obligarían a no levantar sus respectivas fortalezas. 

Esa Cataluña independiente pretende que los franceses del sur no levanten sus respectivas vallas fortificadas. He oído a algunos votantes catalanes mandar al resto de los españoles al infierno y luchar por levantar puentes y reforzar almenas en sus murallas, transformando sus puertas en fielatos. 

Venden los dirigentes y empresarios catalanes, independentistas, la idea de poder mantener su red comercial en España y en la Unión Europea.

Deberían pensar más y sentir menos y reflexionar ante lo que está sucediendo en el Reino Unido tras dos meses de 

haberse separado de la Unión Europea: levantar fronteras y arbitrar mecanismos para recaudar recursos financieros vía impuesto de valor añadido.

Algunos osados creen poder vivir fuera de acuerdos de cooperación global y que no serán carne de cañón de grandes poderes regionales mundiales.

Los supremacistas e independentistas no han reparado que tendrán que tragarse el purgante que representa el terremoto tecnológico, al salir de España y de la Unión Europea. Fuera de ese terremoto tecnológico Cataluña será un territorio inútil.

Ese Estado-nación, fuera de la Unión Europea, independiente, es un agente equivocado para hacer frente a la globalización de las infotecnologías, a no ser que se convirtiese en enclave chino como el que se asienta en el cuerno de África en Djibouti.

Estos nacionalismos incipientes, sumergidos o retornados, no podrán vivir en un mundo multilateral globalizado. 

Si la pretensión de la humanidad es ganar el Cosmos ¿Qué hará Cataluña fuera de ese Cosmos?

¿Volver al sol de 1640 y a la noche de 1714 bajo esta amenaza existencial que se llama pandemia?

Separada de España y fuera de la Unión Europea ¿no teme un aislamiento de los foros tecnológicos o una invasión tecnológica China?

Sus dirigentes políticos y empresariales no lo temen; porque no lo sienten no lo piensan. No entienden que en este mundo globalizado es necesaria una lealtad global, al menos dentro de España y de la Unión Europea.

Se ha cerrado el escrutinio. Cataluña vive su confusión entre la luz mediterranea y su ceguera y los supremacistas, enmarcados en esa certidumbre ciega.

Las pasadas elecciones han sido como frotar la lámpara de Aladino y querer adaptar el reloj eterno a los tiempos de 1640, 1714, 1934 y 27 de Octubre de 2017. Están creando un territorio donde cuesta mucho respirar, donde nadie distiende el ceño.

Ni siquiera los catalanes secesionistas tienen una sola identidad. Nadie es solo comunista o capitalista o independentista, pero el credo de los separatistas es que únicamente se debe lealtad a una única identidad: a la nación catalana, a los méritos de ese territorio y a las obligaciones de separarse de España.

Pero ellos mismos reconocen que existen otras muchas cosas importantes y necesarias, muy superiores a la nación: ejercer de padres, de profesor, de obrero metalúrgico, de aficionado al baloncesto, ser vegetariano,  autitaurino o defensor de la fiesta de los toros.

Como andaluz, que se siente cudadano de España y de la Humanidad, profesor emérito, defensor de la fiesta de los toros no vislumbro cómo afrontarán los catalanes salir de la trampa en la que han caido.

Lo escribo desde Córdoba donde, como anciano, ya huelo a azahar y paso mis últimos crepúsculos en compañía. 

Finalizo esta carta con algunos versos de un poeta cordobés contemporáneo que dicen así:

¿Cómo mudar en savia, en aliento, en ternura, tanto tósigo ciego, tanta herida del alma? ¿Cuándo será posible…en las ruinas del odio alzar nuevas moradas?

José Javier Rodríguez Alcaide