Con el invierno casi encima y la electricidad por las nubes, algunos gobiernos están empeñados en que, para poder trabajar, la gente sea obligada a vacunarse con vacunas que no impiden que sus portadores vuelvan a contagiarse. Llama la atención esta fiebre por prohibir que tienen los dirigentes de las hasta ahora tenidas por democracias occidentales. Gobiernos que recurren cada vez con mayor frecuencia a la creación de nuevos tipos penales y sanciones administrativas por cuestiones que, en ocasiones, son mera expresión del pensamiento y del sentido común.
Con la Italia de Draghi copiando a la Rusia de Putin y en estado de protesta civil ante la negación del derecho al trabajo a personas sanas no vacunadas, la pasada semana las autoridades de British Columbia advertían a sus residentes de una nueva restricción: reunirse en la propia casa con amigos también sanos pero no vacunados. Canadá se esmera en ser la joya de la corona de las neo democracias “Woke”, del Nuevo Orden Mundial y de la modificación retroactiva de la historia. Aspiran a ser los primeros de la fila en la tierra prometida de la Corrección Política que en cada momento se nos imponga. En los términos anunciados por Tocqueville tal parece que hemos llegado a la fase del “Despotismo Democrático”.
Hay que irse cuarenta años atrás para comparar lo que está sucediendo hoy con lo que hicieron los gobiernos de entonces con una enfermedad tan grave que no hay comparación posible con el Covid19: el Sida. Una enfermedad infecciosa que todavía hoy sigue creciendo y matando un mínimo de 800,000 personas al año –sin contar los muertos vivientes– y que ya es responsable de unos cuarenta millones de muertos.
Pues bien, en aquellos años no se le ocurrió a ningún gobierno occidental poner filtros en las fronteras ni tocar los derechos de reunión ni de movimiento. Todo lo contrario porque de hecho se redujeron controles como la exigencia de certificados de no padecer enfermedades infecciosas para entrar como residentes en algunos países. Brasil o EEUU por ejemplo. Como resultado de aquella sorprendente y, por sus efectos, criminal actitud, el Sida se expandió por todo el mundo y se quedó entre nosotros para siempre con una mortandad muy superior a la del Covid19 tras la ola inicial. Los lectores de más edad recordarán las críticas de Occidente a la URSS y a China por tratar de controlar la entrada en sus territorios. Dos problemas análogos y dos actitudes gubernamentales diferentes. Entonces lo políticamente correcto fue no poner trabas a la difusión de la enfermedad. ¿Por qué? ¿Cui prodest?
También por la misma época, a mediados de los 70, en Europa eran prácticamente inexistentes los coches diesel. Europa incentivó su uso hasta superar hoy día el 70% del parque de vehículos. Los EEUU y Japón, reacios, no tuvieron más remedio que ponerse a fabricar estos vehículos para nuestro mercado y nunca llegaron a tener penetraciones tan altas como las europeas en sus parques automovilísticos que, debidamente demonizados, son una gran fuente de ingresos fiscales.
Hoy, los usuarios europeos de esos vehículos adquiridos con religioso respeto por la legalidad, son penalizados fiscalmente y sus derechos de libre circulación reducidos y discriminados. Una expropiación de hecho sin la compensación constitucionalmente requerida. Se anuncia ya su prohibición absoluta y la obligación de sustituirlos por alternativas mucho más caras o la colectivización. Parece el sueño de un Schumpeter senil: la “destrucción no creativa” como forma de acelerar la reducción de la capacidad industrial y el empleo de calidad.
Todo ello en medio de un incremento impresionante del Impuesto del CO2 –eufemísticamente llamado “derechos de emisión”– que ha pasado en muy poco tiempo desde los 4.5€ tonelada a cerca de los 50€ por tonelada según el reciente informe del Banco de España, nº 2120. No es posible que gobiernos plagados de “expertos”, se sorprendan de que esta política fiscal, discretamente oculta en la prensa diaria, esté resultando en cierres empresariales y de centros de producción de materiales como aluminio, acero, cemento, cerámicas, cristales, etc. Todos ellos necesitan y necesitarán ingentes cantidades de energía en su producción y la evolución artificial, controvertida y artificiosa del impuesto citado niega a Europa no solo la recuperación de las industrias perdidas sino el mantenimiento de muchas de las actuales. Es así inevitable lo que estamos viviendo: una gran pérdida de competitividad y una inflación de las que hacen época.
Todo ello sucede en medio de un también silenciado y muy importante retroceso de la primacía de los EEUU y Europa en Patentes y Propiedad intelectual. En solo treinta años hemos pasado de ser el origen del 75% de la actividad mundial en ambos factores a representar apenas un 25% de las nuevas solicitudes. La primacía mundial, el 65%, ya se ha trasladado a Asia –China, Japón, Corea, etc. Corea, por cierto, por delante de la UE en nuevas solicitudes de patentes y otros derechos de este tipo. La gravedad de este dato del último informe de la Oficina Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI) es tremenda.
En la génesis de este sombrío panorama tenemos lo evidente: Políticas Públicas.
Lo cual trae a primer plano el clamor creciente sobre la calidad de nuestros liderazgos. A fin de cuentas, este es su legado: la pérdida de nuestras fortalezas históricas y la consiguiente pauperización rampante y, de momento, a crédito.
Para encontrar causas plausibles de este comportamiento destructivo, hay que recordar a Arnold Toynbee cuando explicaba que las civilizaciones colapsan cuando sus élites, antes creativas, pasan a ser parasitarias y para perpetuarse aceleran el declive y tratan de reemplazar a sus poblaciones recurriendo a lo que dicho autor llamaba eufemísticamente “proletariados externos”.