Editorial: El pasado fue borrado y la verdad secuestrada
El funcionario dijo al Ministro: “No se preocupe, aquello que dijo el Presidente del Gobierno ya no figura en ningún sitio. La versión que ofrecemos es la única accesible. Se acusará de desinformador a quién sostenga lo contrario“. ¿Se imaginan que está situación se pudiera dar? Tanto en España, como en otras partes del mundo, se observa un movimiento de revisionismo histórico. Un revisionismo que no solo pretende reescribir la Historia, también dar legitimidad a aquellos gobiernos y estados que lo hagan. El revisionismo como herramienta ideológica supone manipulación que, por definición, atenta contra la verdad. El legitimar a gobiernos y estados para que lo lleven a cabo es peligroso y atenta contra la libertad.
Se van dando pasos favoreciendo el revisionismo en España, al menos desde el Presidente Rodríguez Zapatero con su Ley de Memoria Histórica (Ley 52/2007, de 26 de diciembre), pasando por la Ley de Memoria Democrática (Ley 20/2022, de 19 de octubre) y siguiendo por innumerables desarrollos normativos, iniciativas, planes, o “Comisiones de la Verdad”. En paralelo aparecen otras medidas -como el Plan de Regeneración Democrática del último septiembre- sobre la regulación de la desinformación y la transparencia en los medios de comunicación. Medidas que tienen el objetivo oficial de combatir la desinformación, los bulos, y establecer un mayor control sobre la transparencia de los medios. Revisionismo y control son las dos caras de reescribir, por un lado, y subyugar la posible oposición, por el otro. Una vez la sociedad da por bueno que el Estado puede reescribir la Historia, aunque el fruto sea la confrontación observable, el paso siguiente es evitar que existan voces que se levanten en contra. Las fuentes de información, de estudio, de análisis, de opinión, tienen que ser al final del camino escrutadas, controladas y atemorizadas. Que no se salgan del guion de lo que políticamente se quiere. Un día será la República, otro Hernán Cortés y otro la Reconquista, sin freno.
Podemos –y debemos- preguntarnos cuál es el último motivo por el que los Estados buscan adueñarse de la Historia en determinados momentos. El tener o no contestación a esa pregunta, no nos impide ver que los pasos que dan van en la dirección del revisionismo y el control.
Es algo que va más allá de la ruidosa batalla política diaria y que no nos debe confundir. Es una marea fuerte que, no solo en España, empuja de forma completa a la sociedad imbuyéndola en sentir que el Estado debe ser partícipe de todo en la vida, tanto individual como colectiva. En este caso, fijando una parte sustancial de una sociedad como es su Historia. Es, aquí, llamativo que los “expertos” de la ONU apoyen una “Comisión de la Verdad” del Gobierno (2018), cuando por definición la Verdad no puede ser determinada y menos impuesta por un Estado.
Cuando el Estado empieza a ser juez de lo que es Memoria de una sociedad, está haciendo algo que no le corresponde y que le convierte en peligroso. La Memoria de una sociedad es algo complejo y forma el sustrato profundo de los pueblos y personas, como tal hay que tratarla con cuidado. Que un Estado pueda instrumentalizar ideológicamente la Historia y decidir qué Memoria o qué Historia es la correcta, puede ser el germen de cualquier disparate, como poco.
El asumir que el Estado puede decidir qué es o no Historia correcta es dejar que traspase una línea roja que no se debe aceptar. Está fuera de las competencias de cualquier Estado salvo del totalitario. El Estado no debe suplantar a la sociedad ni arrogarse competencias que no le corresponden.
A muchas personas les vendrá a la cabeza el orwelliano “El pasado fue borrado, el borrado fue olvidado, la mentira se convirtió en verdad.» Y otros dirán que ¡vaya exageración! Muchos avatares históricos se convirtieron en realidad, porque al principio se pensaba que los primeros pasos no podrían llevar a consecuencias peores, por lo que no hacía falta poner toda la carne en el asador para oponerse. Luego ya fue demasiado tarde. Seguro que, en otras ocasiones, el esfuerzo de personas íntegras y abnegadas logró evitar, a tiempo, desgracias que hoy no podemos imaginar. Hoy, aquí y ahora, nos corresponde que nadie borre el pasado y lo sustituya con una mentira. La Historia debe ser una labor del tiempo; del cuidado y estudio de unos; de la transmisión y el recuerdo de otros; del análisis y reflexión de muchos; y de enseñanzas y orgullos de quienes lo sientan. Pero, formados y en libertad. Sin imposición. Sin Estado democrático con facetas totalitarias.
Chesterton apuntaba en “Ortodoxia” la importancia de tener presente a las generaciones que nos precedieron (“la democracia extendida en el tiempo”). También ellas contribuyeron a formar los valores y estructuras que nos han llevado al presente. Sus esfuerzos y vidas deben ser tenidos en cuenta por la sociedad; toda la riqueza de sus ideas y sabiduría. ¿Hasta qué punto somos quién para borrar la Historia o la vida de quienes nos precedieron? Pues, si como sociedad nos lo debemos cuestionar, mucho más el Estado como mero gestor de la misma. Falta el último y crucial paso para resaltar con trazo grueso la línea roja de la intromisión estatal en la Memoria. Ese paso es resaltar el ansia por adueñarse del relato correcto. Si se acepta que el Estado puede determinar qué Memoria es la correcta (y cuál debe ser eliminada), aceptamos que el Estado tiene razón tanto en el hecho de decidir sobre un tema de Memoria histórica, como determinar el contenido de la misma. Aceptar lo anterior traspasa la línea roja por dos motivos: el primero porque determinar el contenido entra dentro del campo de la manipulación; y, el segundo motivo, porque permitir que lo haga, entra dentro del ámbito de la libertad de la sociedad para conocer y aprender de su Historia, con las mil facetas que ésta nos ofrece. Sin la injerencia estatal, la sociedad y cada persona pueden sentirse más o menos cómodas con la Historia, más o menos identificadas, y más o menos orgullosas de ella o de periodos de la misma. Pero en libertad. Si el Estado traspasa esta línea roja, ¿dónde estarán sus límites respecto a la libertad de la persona y de la sociedad? Solo el Estado totalitario traspasa esos límites porque ocupa la totalidad del espacio social y personal.
El político socialista Rubalcaba, en 2004, dijo aquello de que “Los españoles se merecen un Gobierno que no les mienta”. Seguro que hoy, muchos lectores vuelven a pensar lo mismo. Si la podredumbre de la mentira en el espacio político y social es mala, la mentira en el espacio del recuerdo de lo que personas fueron, pensaron e hicieron es aún peor. Es la pérdida de poder pensar en libertad, que es consustancial a cada uno de nosotros en cuanto personas. Ningún Estado tiene autoridad para reescribir la Historia de una sociedad y menos para secuestrarla.