Las raíces gregarias del comportamiento humano.

El objeto de este artículo es recordar algunos rasgos de la psicología humana que, en vez de ayudarnos a discernir y a compartir correctamente la realidad, facilitan el trabajo de quienes tratan de fijar en nuestras mentes su relato interesado y fraudulento. Este trabajo soterrado de los “creadores y gestores de la opinión pública” se da en todos los regímenes políticos pero sorprende que exista en tan gran escala en regímenes que se pretenden respetuosos con las libertades de pensamiento, expresión e información de sus ciudadanos. La calidad de nuestro “espacio cognitivo”, como lo denominan los profesionales, es precaria y con ella nuestra capacidad de discernir la realidad.
Si en las sociedades que tenemos por libres los ciudadanos pasamos por alto esta intromisión en la gestión de nuestro espacio cognitivo perdemos nuestra principal diferencia con las sociedades despóticas y totalitarias: naciones de súbditos, no de ciudadanos a las que, tal parece, el poder en Occidente parece envidiar hoy día.
Vamos pues a recordar los resultados de dos experimentos psicológicos que nos muestran la fragilidad de nuestras convicciones y lo manipulable que es nuestro comportamiento. Se trata de los experimentos de Milgram y de Asch.
El más reciente de ellos, Milgram, confirma nuestra predisposición instintiva a la obediencia que, en contra incluso de nuestras convicciones morales, nos lleva a ignorar los derechos naturales de otros seres humanos cuando actuamos bajo órdenes o sugerencias de una autoridad establecida. Su famoso experimento de los años 60 en Yale, publicado en 1973, muestra la facilidad con la que suministramos descargas eléctricas crecientes a un “paciente” siguiendo las indicaciones del director del experimento llegando a causar daño y gritos de dolor a la víctima. Es decir, la obediencia a las señales de la autoridad bloquea nuestros criterios de bien y mal y es asombrosamente escaso el número de personas que tienen el valor moral de dejar de hacer lo ordenado. El experimento muestra igualmente que la dignidad de la persona sometida a dicha tortura decrece en la mente de quien la administra cuando se siente respaldada por la “autoridad”. El ejercicio legítimo del poder en sociedades libres y democráticas se debe basar siempre en una suerte de desconfianza estructural hacia el poder y en la imposición de límites al mismo. Eso creemos. Sin embargo en nuestra naturaleza predomina el modelo ancestral y la aceptación pasiva de los errores del poder.
El segundo, el conocido experimento de Asch en los años 50 del pasado siglo, es otro ejemplo de la fuerza de nuestro instinto gregario y muestra la facilidad con la que mentimos para no discrepar de la opinión que creemos mayoritaria sabiendo que la opinión del grupo es falsa. Nada menos que el 37% de las personas lo hacen de modo espontáneo y sin presión alguna. No hace falta esforzarse mucho para imaginar qué sucedería si esta presión fuese coactiva y explícita como está sucediendo en Canadá y otros países donde ya existen sanciones civiles y penales por no usar determinadas palabras en algunas interacciones sociales. Los famosos “neo-pronombres”de género. Es fácil ver que la práctica totalidad de la población optaría por el silencio temeroso –o incluso la adhesión ferviente– evidenciando que en nosotros perdura firme el viejo instinto de las manadas. Rebaños que rechazan violentamente al discrepante como, allá por 1916, nos hizo ver el neurólogo y cirujano inglés Wilfred Trotter en su célebre obra “Instincts of the Herd in Peace and War”.
Ambos rasgos son muy relevantes para entender el importante papel subliminal de los medios de información y su “autoridad” en el establecimiento de la opinión. Y están de plena actualidad hoy cuando nos decimos, sin rubor y comprensivos, que la primera víctima de las guerras es la verdad. Aunque, pensando con más finura, quizás sea más cierto decir que mucho antes del comienzo de las hostilidades físicas la verdad llevaba largo tiempo muerta y hasta enterrada. Si la realidad fuese conocida del público todas las guerras y muchas de las ingenierías sociales que hoy imperan serían mucho más difíciles o no tendrían lugar. Es bastante evidente que a menor capacidad de manipulación de los gobiernos, mayor discernimiento ciudadano y menor posibilidad de guerras entre naciones y menos ingenierías sociales destructivas.
En momentos como los actuales en los que el relato oficial occidental nos habla con inusitada frecuencia de libertad, es oportuno no perder de vista lo que realmente sucede. Y para ello, además de conocer las distorsiones de la información que se nos ofrece, es vital que seamos conscientes de lo que se nos oculta. Aquello que“está pasando” pero nuestros medios no dicen. Es más fácil descubrir lo que hay de cierto en una noticia falsa que imaginar lo que se esconde tras un manto de silencio. A ambas cosas, falsedades y silencios, debemos estar atentos.
En la reciente reunión de la OTAN en Madrid, el pasado mes Julio, esta organización que concentra mucho más de la mitad del gasto militar mundial para menos del 15% de la población, –un dato que impresiona–, incluyó nuestro “espacio cognitivo” como una de las cinco áreas clave de su actuación estratégica. Que una práctica impropia y siempre vergonzante para naciones libres y democráticas pase a ser explícita, me temo que no augura un futuro prometedor.
Doy por sentado que otros regímenes son peores en esta falta de respeto a sus ciudadanos –de esto se trata, de respeto– pero esta no es la cuestión. La cuestión es que, si pretendemos ser verdaderamente diferentes y si la verdad significa algo, no pueden nuestros gobiernos gestionar el monopolio de la misma para mentir–.
Sin embargo y también a propósito de la triste guerra en curso, los gobiernos occidentales han cerrado a sus ciudadanos el acceso a cadenas estatales rusas como RT o Sputnik. Con este tipo de medidas han conseguido que, de toda la población mundial, sólo los ciudadanos de los EEUU y la UE se vean privados de escuchar y ver versiones alternativas de los hechos. Es decir, más de seis mil millones de personas tienen una información de la que no disponemos los aproximadamente mil millones de occidentales.
Otra consecuencia, lógica por otra parte, es que también a primeros de Julio pasado, la UE, por boca del Sr. Borrell, se ha visto obligada a reconocer literalmente que “estamos perdiendo la batalla del relato”. ¿Podemos sorprendernos?
En esta intricada cuestión de la libertad de información, su veracidad y el libre acceso a la misma, cuentan mucho los rasgos de nuestro comportamiento que nos muestran con crudeza los experimentos de Milgram y de Asch. Rasgos del alma que nos demuestran debilidades innatas y nos ayudan a entender que nuestra dependencia de la voluntad y del interés del poder ajeno es un residuo potente de los instintos gregarios que siguen rigiendo nuestro comportamiento.

R. Estévez
Septiembre 2022