LIBERTAD PARA LOS JÓVENES

El amor a la vida  y a la libertad es especialmente intenso en los jóvenes. Por su talante, los jóvenes son especialmente propensos a los deseos pasionales y a hacer cuanto desean. Dóciles a los placeres del vino y del amor e incapaces de dominarse ante ellos, pero también volubles y prontos a hartarse de lo que ya tienen, son apasionados. Se indignan ante la injusticia y no soportan que se les desprecie. Son bondadosos a causa de que todavía no han visto muchas maldades; crédulos porque aún no han padecido engaños; y optimistas, pues no han sufrido decepciones. La mayoría de las veces viven llenos de esperanza, ya que la esperanza atañe al futuro, y los jóvenes tienen mucho futuro y poco pasado. Por eso mismo son también fáciles de engañar, pues fácilmente se llenan de esperanzas; son magnánimos, solidarios con el dolor ajeno; gozan de convivir entre ellos; en todo pecan por demasía y por vehemencia, contra el precepto de Quilón, uno de los siete sabios de Grecia, el cual decía: «nada en exceso». Creen que lo saben todo y son obstinados en sus afirmaciones; cometen las injusticias propias de la desmesura; son compasivos; amantes de la risa, y por ello de las bromas. En fin, aman la vida y la libertad.

 

Y sin embargo actualmente muchos jóvenes carecen de esperanza. No aman la vida y tienen una confusa idea de lo que es la libertad. ¿Qué sucede con ellos? ¿Les estamos engañando? Nacen en un ambiente materialista que de forma pública desprecia lo divino, e incluso lo más propiamente humano, y continuamente les fomenta la adoración a su cuerpo y al placer sensible del animal que todos llevamos dentro. Desde su niñez sólo oyen hablar del dinero, fama y placeres. Unidos a su móvil viven en un agresivo mundo artificial que nada tiene que ver con la realidad, en el que la moral se ridiculiza, se asegura que nada hay después de la muerte y su fin es la nada; y en el que el aborto, el suicidio y la eutanasia se ven como la cosa más natural del mundo. ¿Qué queremos? El materialismo les ha familiarizado desde niños con todo eso. Hacen lo que apetece a su cuerpo, y ven el dolor como un terrible mal del que hay que huir como sea. Y así viven muchos, indiferentes ante todo, frívolos, sin privarse de capricho alguno, pasando la luminosa mañana durmiendo y digiriendo el vino o la droga de la oscura noche anterior. Entienden la libertad como facultad de hacer cuanto les venga en gana, pasando buena parte de la noche fuera de casa bebiendo incontroladamente, sin pudor alguno, llegando a emborracharse para alardear de una aparente madurez y de un espejismo de libertad.

 

Necesitan libertad. Para amar la vida los jóvenes necesitan libertad verdadera, la que es inseparable de la verdad y del bien y está ahí, dentro de ellos mismos, en su alma, la que les permite vivir racionalmente, como hombres dignos, pensando por ellos mismos, teniendo ideas propias, queriendo libremente. Y esa libertad nunca la van a encontrar en el alcohol, las drogas, el dinero, su móvil y el llamado sexo libre y seguro. Se ha atribuido a la conciencia individual la prerrogativa de ser una instancia suprema del juicio moral, que decide sobre el bien y el mal en forma categórica, pero sin un mundo moral objetivo no somos libres. Y no puede haber mundo moral si no hay Dios que lo ha creado, probablemente por esa razón uno de los mayores apóstoles de la libertad, Locke, advierte en sus Pensamientos sobre la Educación que: «como fundamento de ella, es menester desde muy pronto inspirar al niño el amor y respeto al Ser Supremo». Así, con las normas morales que encuentran en su interior, los jóvenes aprenden a vivir bien, como hombres libres, y pueden llegar a comprender que el dolor y el sufrimiento les permiten conseguir el placer de llegar a una meta. Tenemos un gran ejemplo en la educación que se daba a los niños griegos, sobre todo en Esparta, donde el rigor de la enseñanza producía hombres realmente libres. La libertad auténtica no consiste en hacer todo lo que les da la gana, sino en vivir esta vida con dignidad y esperanza. Y sólo encontrarán una meta como la encontró un joven patricio romano del siglo tercero, Agustín de Hipona. Era un frívolo que prefería amoríos a estudios, hasta que una lectura del Hortensio de Cicerón (libro hoy perdido) le hizo pensar. Y cambió radicalmente cuando después tomó al azar un libro, y leyó lo siguiente: «nada de comilonas ni borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias, revestíos del hombre nuevo». Eso hizo Agustín, y así encontró la verdadera libertad.