UNA ECOLOGÍA DEL HOMBRE

En momentos en los que todos nos preguntamos cuáles son los límites y los fundamentos del Estado democrático de Derecho, existe un faro de luz potente que ilumina la cuestión. Nos referimos al discurso que pronunció su Santidad el Papa Benedicto XVI ante el Pleno del Parlamento alemán el 22 de septiembre de 2011.

Los discursos del Papa Benedicto no son escritos o documentos de magisterio, como sus tres grandes Encíclicas, sino textos que, aunque escritos de propia mano, estaban destinados a ser pronunciados por el Papa como orador ante un público en una ocasión concreta.

Son señeros los que pronunció ante los representantes de todo el pueblo británico en el Westminster Hall de Londres el 17 de diciembre de 2010, el de 12 de septiembre de 2008, en su viaje apostólico a Francia ante el mundo de la cultura («Collège des Bernardins» de París) y el de 22 de septiembre de 2011 en el  palacio del Reichstag de Berlín, ante el Parlamento alemán en Pleno durante su visita pastoral a la Alemania reunificada de principios de este siglo.

El Papa señala en la introducción de cada discurso el porqué de la elección de cada tema y el alcance de su palabra, y, aunque tienen una duración breve, la profundidad de esa palabra les ha dado una dimensión histórica, suscitan debates filosóficos y académicos y han trascendido la ocasión y el tiempo en que se pronunciaron, como un legado insigne de su Pontificado.

En el discurso del palacio del Reichstag de Berlín, el presidente del Bundestag recordó en su presentación que era la primera vez en la Historia que un Papa hablaba ante el Pleno del Parlamento alemán.

El Papa subrayó en la introducción que no hablaba por sus orígenes personales, que sentía vinculados de por vida a su Patria alemana, sino porque la invitación a hablar le había llegado porque se le reconocía su condición de Papa, de Obispo de Roma que ostenta la suprema responsabilidad para toda la cristiandad católica, así como la responsabilidad internacional que corresponde a la Santa Sede en la Comunidad internacional de los Pueblos y de los Estados.

Desde esa responsabilidad internacional, dijo, iba a proponer algunas consideraciones sobre los fundamentos del Estado liberal de derecho.

Benedicto XVI inició su discurso con un relato tomado de la Sagrada Escritura.

En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón formular una petición con ocasión de su entronización. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? —se pregunta el Papa— ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de sus enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: «Concede a tu siervo un corazón que escuche («ein hörendes Herz»), para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal» (1 R 3,9).

Esto es para el Papa lo importante para un político: Su criterio último, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia, que es lo que permite crear las condiciones básicas para la paz.

El éxito, que sin duda busca todo político, está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?», dijo en cierta ocasión San Agustín.

En Alemania la experiencia del nacionalsocialismo    muestra que esas palabras no son una quimera. Con el nazismo el poder se separó del derecho, lo pisoteó y convirtió al Estado en el instrumento para la destrucción del derecho. El Estado se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental de un político.

Pero vivimos, dijo el Papa, en un momento en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, por lo que identificar el deber del político se convierte en algo particularmente urgente.

El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y lo que es «no-derecho», el derecho sólo aparente porque aparece revestido de una cobertura formal?

La petición salomónica sigue siendo, concluye el Sumo Pontífice, la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

La respuesta europea ha consistido en un dominio absoluto del positivismo jurídico. Reconoce el Papa que la visión positivista del mundo, que alcanza su cima en Hans Kelsen, es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno se debe renunciar. Pero afirma que la separación tajante que postula entre el mundo del ser y el mundo del deber ser en el que se ubica el derecho— hace que el positivismo no sea una cultura suficiente en su totalidad.

En las cuestiones fundamentales del derecho, cuando está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta para crear el Derecho: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar siempre cuáles son los criterios de su orientación.

Si la razón positivista se presenta a sí misma de modo excluyente, se parece, dice el Papa Benedicto, a grandes edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en ese mundo autoconstruido se recurre en secreto igualmente a los «recursos» de Dios, que transformamos en productos nuestros.

Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, y amenaza su humanidad. Lo afirma el Papa especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales.

Por ello es necesario -dice- volver a abrir ventanas en el edificio ciego del positivismo, para ver de nuevo la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar de todo esto de modo justo.

En las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y que pueda convertirse por ello en derecho vigente

¿Cómo se reconoce lo que es justo? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones?

Dice el Papa Benedicto que, a diferencia de otras grandes religiones, el cristianismo no ha impuesto nunca al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación; se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho y se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios.

Benedicto XVI acude a un fenómeno de la historia política reciente. En la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, la gente joven lanzó el grito de que se abrieran las ventanas. Fue un grito que anhelaba aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. La juventud se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que el Papa no hace con esta reflexión —y así lo advierte—propaganda de un determinado partido político pero cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces, dice, debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura.

La importancia de la ecología es hoy algo indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Pero Benedicto XVI afirma que hay también una ecología del hombre.

También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Peter Häberle ha visto con profundidad que las Constituciones rígidas de los Estados democráticos europeos son una especie de Derecho natural codificado. En defensa de esas Constituciones se han creado, además, Tribunales Constitucionales que defienden sus postulados, pero ¿qué ocurre si se llegan a politizar y se emplean para pervertir la Constitución misma, incluso con su ayuda?

El ecologismo ha logrado convencernos de que la realidad de la naturaleza responde a leyes de supervivencia y de buena conservación, ¿no había que afirmarlo con mayor razón del hombre y de la realidad humana?

También el hombre tiene una naturaleza que se ha de respetar. El hombre no se hace a sí mismo.  Su voluntad es recta cuando atiende a la naturaleza, la oye y la acepta y cuando se acepta como quien es y no como quien se ha hecho a sí mismo

Las sabias palabras del Papa adquieren un nuevo significado cuando nos asombran las leyes «woke», que se copian en España cuando ya han manifestado su fuerza destructora y de perversión en los Países que primero las crearon. Son leyes que niegan la naturaleza del hombre y que lo someten al arbitrio de su voluntad; son el no-derecho,que muestra la insuficiencia del positivismo y la necesidad de abrir las ventanas a las verdades de la conciencia y de la razón.